Revista Perspectiva | 16 abril 2024.

El nuevo panóptico digital o cómo la vigilancia se extiende silenciosamente en los lugares de trabajo

    El panóptico es un concepto disciplinario desarrollado por Jeremy Bentham en 1785. Consistía en una torre de observación central situada dentro de un círculo de celdas, que permitiría al guardia observar a los reclusos sin ser visto. La idea era que induciría en ellos un estado de temor, creyéndose siempre vigilados, y que el poder de esta amenaza bastaría para regular su comportamiento. La primera prisión panóptica se construyó en Nueva Dehli en 1817, y parece ser que sigue funcionando en la actualidad. El filósofo francés Michel Foucault amplió las ideas de Bentham, argumentando que el efecto panóptico se extiende a la vida cotidiana de todos los ciudadanos, no sólo de los que están en prisión. Sostuvo que esta vigilancia podía utilizarse para ejercer poder sobre las personas tanto en las prisiones como en los lugares de trabajo. La lógica industrial ha seguido en ocasiones la carcelaria y, por mucho que pueda extrañar la comparación, no está tan lejos de lo que muchas personas sienten. Hoy en día, identificamos el efecto panóptico en las nuevas tecnologías.

    11/04/2023. Lucía Velasco., economista especializada en el impacto social de la tecnología
    El nuevo panóptico digital o cómo la vigilancia se extiende silenciosamente en los lugares de trabajo

    El nuevo panóptico digital o cómo la vigilancia se extiende silenciosamente en los lugares de trabajo

    Hace un año Carol acepta un trabajo como directiva con una elevada remuneración en una empresa de software de Texas. El puesto daba opción de trabajo en remoto, para su mayor comodidad, siendo voluntario acudir un 20% a la oficina. Ella prefiere trabajar desde casa. Durante los primeros meses observa desconcertada que sus nóminas son la mitad de lo que esperaba. Al preguntar por el error, porque estaba segura de que era un error, le contestan que no está alcanzando las ratios de productividad esperadas. En qué se basan para llegar a esta conclusión, pregunta a su departamento de recursos humanos, extremadamente confundida. “Oh, el software que tienes instalado en el ordenador lo está reportando”, le contestan.

    La empresa tomaba fotos de ella y de su ordenador, haciendo aleatoriamente capturas de pantalla de aquello en lo que estuviera trabajando y de su cara para verificar su identidad. Si en ese momento el ordenador no mostraba actividad -mover el ratón- se le descontaba esa hora de su sueldo. Obviamente, este seguimiento digital pasaba por alto gran parte de su trabajo, ya que hace muchas cosas en papel y está en reuniones o llamadas de teléfono. A veces incluso se lleva papeles para leer en la cocina, mientras se prepara un café. A veces directamente se va a dar un paseo para despejarse. Para cobrar, deberá hacer una apelación y demostrar que efectivamente está produciendo a lo largo de toda su jornada, y no en la playa, que parece ser que es lo que su empresa piensa. Esta es una historia verídica reportada por el New York Times en el marco de una investigación sobre las nuevas dinámicas de poder en el entorno profesional. Por desgracia, refleja a la perfección una realidad creciente en Estados Unidos que no tardará en exportarse. 

    La vigilancia en el lugar de trabajo es cada vez más común e invasiva; las personas comienzan a sentir la opresión de un espacio deshumanizado a causa de un despliegue tecnológico sin precedentes. Lleva décadas pasando en la fábrica y sobre los trabajadores de menor cualificación, quienes además suelen tener peores condiciones y son más vulnerables; ahora ha llegado a la oficina y, quizá por eso, todas las alarmas están sonando. Estamos ante uno de los mayores desequilibrios de poder en el ámbito profesional que se recuerda y debemos poner límites cuanto antes.

    Por eso este asunto no es completamente novedoso, al fin y al cabo, la historia del trabajo también es la de los lugares en los que se ha realizado; cómo estos se han diseñado para controlar y optimizar la producción. Lo sabe bien la lucha de los trabajadores, que ha combatido históricamente para poder ejercer el derecho a la privacidad y a la autonomía personal. Sin embargo, las últimas tecnologías están modificando las condiciones físicas y materiales a las que se había conseguido llegar. El sacrificio de quienes se dejaron la piel para que hoy pudiéramos disfrutar de un presente más justo merece ser honrado haciendo lo mismo por los que vendrán detrás, aunque ahora la lucha sea otra, en otros términos y contra otros jefes: los algoritmos. O, mejor dicho, contra quienes implantan los algoritmos de forma inhumana, delegando su responsabilidad en máquinas que no entienden de personas. La cuarta revolución industrial ha permitido grandes avances en todos los terrenos, pero también conlleva una mayor dominación por parte de quienes poseen la tecnología y quienes la usan para dominar en lugar de para emancipar. 

    La sensación de vigilancia ahora es omnipresente, llegando incluso a convertirse en algo físico, mediante dispositivos portátiles, también conocidos como wearables, en inglés. Trabajadores de almacén, teleoperadores, limpiadores, conductores, repartidores lo conocen bien. Hace tiempo que cientos de miles de personas son monitorizadas en sus propios cuerpos, de forma permanente, mientras realizan su trabajo; ellos y todos sus movimientos, expresiones faciales, conversaciones y pausas se cuantifican en forma de datos que serán utilizados después para gestionar a esos mismos trabajadores en base a unos parámetros numéricos codificados en una máquina. No hay empatía, no hay contexto, no hay humanidad. Las máquinas están preparadas para exigir que se cumplan esos objetivos y nada humano se interpondrá. Aunque en las oficinas esta realidad sonaba hasta hace poco lejana, la revolución digital también la acerca a los espacios de conocimiento. 

    Desde la explosión del trabajo a distancia y la digitalización masiva de las sociedades avanzadas, las herramientas de vigilancia se están desplegando sobre los trabajadores de oficina; aquellos con mayor cualificación y mejores condiciones, -que no suelen ver la necesidad de la representación sindical-. Despliegue de cámaras y sensores de vigilancia, reconocimiento facial, reconocimiento de emociones, seguimiento de los movimientos oculares, control de la velocidad del teclado, auditoría de las webs que visitas, vigilancia sobre los dispositivos, lectura de las conversaciones, cámara encendida mientras se teletrabaja desde casa, encender la cámara de manera sorpresiva para captar pruebas de la actividad, dispositivos de control biométrico, cuantificación de los movimientos y de los tiempos para hacer esos movimientos, ajuste salarial en base a los minutos detectados por el ordenador... La fiebre de la productividad no ha hecho más que alentar un despliegue de herramientas de control que reestructurará para siempre las relaciones de poder en el trabajo. Según una investigación de The New York Times, en Estados Unidos, ocho de los diez mayores empleadores privados ya tienen incorporados sistemas de seguimiento de la productividad individual. Una encuesta realizada hace unos meses a 1.250 empleadores muestra que más de la mitad usa esta tecnología para rastrear la navegación por Internet y las aplicaciones de sus empleados a distancia. Nueve de cada diez de esas empresas afirmaron haber despedido a trabajadores tras implantar estos sistemas de vigilancia. 

    Da igual que no sea algo nuevo porque la inteligencia artificial está permitiendo llevar la vigilancia al siguiente nivel y debe entrar de lleno en la reivindicación de los nuevos derechos laborales. Los tremendos avances del último medio siglo tienen el potencial de convertirse en herramientas democratizadoras, pero no será así si las decisiones importantes permanecen en manos de unos pocos líderes tecnológicos arrogantes que siguen los dictados despiadados del beneficio a cualquier precio. Es urgente ponerle límites a este despliegue de infraestructuras de vigilancia. El trabajo no es un castigo que forma parte de una condena, sino todo lo contrario, debe ser el medio para conseguir un fin, que es poder vivir nuestra vida en libertad. Precisamente la que empieza cuando termina la jornada laboral.