Revista Perspectiva | 14 marzo 2025.

AY, DEMOCRACIA

    14/05/2015.

    Orentino Alonso

    Funcionario Administración del Estado y Ex–Secretario General de la FSAP

     

    Me invita el compañero Xavier Navarro a reflexionar sobre democracia y crisis y las diversas situaciones que surgen en un contexto critico: resistencia y tendencias autoritarias, influencia en las Instituciones y demandas ciudadanas. Cuando lo hizo, a punto estuve de enviarle el clip de Javier Krahe y su canción “Ay Democracia “, toda una tesis sobre la nuestra y una reflexión genérica muy aseada, de la que entresaco la siguiente frase como preámbulo para estas líneas: “…pero en fin, ahí estas. Peor sería que te esfumaras…, como antiguamente.”

    Y yendo al asunto, lo primero que me gustaría señalar en ésta nada fácil tarea sería la importancia de diferenciar, al hablar de ella, al repensarla, las miradas estructurales de las coyunturales. Desde la primera diré que creo profundamente en la democracia que formó (y sigue haciéndolo) parte esencial del imaginario emancipador moderno de nuestra Humanidad. Es uno de esos conceptos básicos, inaprensible, siempre vivo y en transformación, que ha impulsado las mejores páginas de nuestra Historia. Una persona, un voto. Lo mismo vale el de la limpiadora o el celador que la del financiero o la jueza del Supremo. Y la soberanía radicando en el pueblo, en la suma de todos esos votos, sin que nada ni nadie mande más que ellos.

    De esa arquitectura, de esa ficción política acordada nació el mundo moderno occidental, de ese “contrato social“ nacen las Constituciones, estructuras político-sociales y las Instituciones tal y como las conocemos. Obviamente nuestros parlamentos, nuestras instituciones, nuestra participación no son los mismos que en el siglo XIX, ni siquiera los de hace unos años porque aunque utilicemos los mismos nombres estamos ante un “contrato” vivo, que cambia, que se transforma, que hoy no es igual que ayer e incluso, si nos dejamos, puede que hasta contrario. Es en ese día a día de hacer democracia, que institucionalmente se hace con Leyes, Reglamentos y normas (en cualquier ámbito, desde comunidades de vecinos, sindicatos, ayuntamientos o asociaciones profesionales), donde se va modificando sin pausa nuestra convivencia y nuestra sociedad. Una transformación constante, con nuevos retos cada día y que, teóricamente, resolvemos (o no) a través de nuestros representantes electos (en cada ámbito) a tal fin. Delegamos nuestra soberanía cada uno en quién creemos para que nos representen y resuelvan. Y no deja de corresponderse con un acto de fe, de confianza en unas personas (o en unas siglas) para que resuelvan en nuestro nombre. Surgen aquí, en este acto de delegación y de representación, algunos de los espacios de mejora y calidad de la democracia. Y tienen que ver con la condición humana, con la ética (lo mismo vale un voto noble que uno malvado, uno que defiende el interés social que el más egoísta) y con la diferencia entre ser contados o ser tenidos en cuenta. ¿Quién garantiza que el más experto y formado, que el más bienintencionado votará mejor en relación a lo que a todos nos interesa más? ¿Valen más los anhelos y esperanzas de unos que los de otros?¿O lo miedos, temores, prejuicios y “males menores” de unos sobre otros en la búsqueda de una mejor cotidianeidad, de una vida mejor?  A menudo oigo hablar de voto cautivo y clientelismo, yo mismo lo utilizo. Y puede ser así, pero se me antoja de un cierto reduccionismo y si es bienintencionado, casi siempre, viene desde una mirada prejuiciada o ideologizada, ética y por tanto más reflexiva.  Lo cierto es que las razones por las que cada individuo elige una u otra opción son complejas, su conocimiento, su visión, sus intereses personales o de clase, su religión y creencias, sus miedos, sus temores, lo que hizo el anterior gobierno y lo que dejó de hacer, sus prejuicios (inducidos mediáticamente o no), cada uno hará sus interpretaciones y valoraciones, pero al final: una persona un voto. Unas reglas de juego que quizás no nos permitan conseguir todos nuestros anhelos reales. Cierto, pero también impiden otros muy opuestos.

    Hablamos, en definitiva, de espacios o sistemas de convivencia social de la “comunidad política “a la que Aristóteles ya definía como conjunto de ciudadanos (dotados de razón y palabra) deliberando sobre lo justo y lo injusto. Porque nadie puede actuar creyendo que ante la vida cotidiana no existen unas opciones preferibles a otras o que determinadas maldades (asesinatos, esclavitud, tortura, explotación de menores…) dependen de una forma de cultura o moral respetables. Se trata de convivir entre distintas cosmovisiones (casi tantas como individuos, aunque ante cada asunto de interés se agrupen y homogenicen las opciones) compartiendo el mismo espacio común porque existen entre ellas unos mínimos comunes de justicia. Que debe ser universal y no una aspiración sino una exigencia. Mínimos que evolucionan con la propia sociedad, cuyo límite podríamos situar hoy en los derechos humanos básicos, justicia, educación, sanidad, medio ambiente sano…

    Dentro de ese pluralismo moral conviviente -que no ético, porque la ética implica un paso más allá, reflexivo, de ese conjunto de mínimos morales de justicia y hablamos de sistemas de convivencia no de búsqueda de la felicidad– surge como inevitable el pacto, el acuerdo. Y toco aquí otro de los aspectos controvertidos del tema en liza. El pacto, el acuerdo, eso que enseñan (o deberían) a los párvulos en la escuela es lo primero que aprendemos en nuestra vida (a riesgo de convertirnos en asociales de no hacerlo), cuando, cómo, porqué, qué ganamos, qué perdemos (viéndolo no sólo desde la inmediatez o lo material). Es el primer eslabón del “yo” al  “nosotros”, un punto que permite satisfacer parte de las necesidades de los distintos “yo” que componen ese “nosotros”.

    No comparto ese reduccionismo anti pacto, esas posiciones principistas que pasan por “lo mío“ o nada, que rechazan revisar sus posiciones a cambio de que así lo hagan también los otros. Nunca fui partidario de las dos orillas ni de defensas numantinas de “Occidente”. Me parecen muy cercanas a las de los que culpan a la democracia de todos nuestros males, de la desigualdad, de la injusticia, de la corrupción, de la histórica separación entre gobernantes y gobernados (que tanto preocupaba a Gramsci…) cuando se dan bajo cualquier sistema social y, en buena medida, son fruto de la propia condición humana. Condición humana que ha escrito infinitas páginas gloriosas pero no pocas ominosas y que debemos tener en cuenta, cuando reflexionamos sobre este tema, en doble sentido. La nuestra como representados y la de nuestros representantes. Daría mucho de sí este aspecto pero simplemente deseo hacer una acotación breve sobre exigencia o laxitud según se trate (ellos o yo/los nuestros). Y es así, es inevitable (creo) y por tanto debe tenerse en cuenta cuando hablamos de mecanismos de mejora y control, de permanencia en puestos, de revocación…  Sin confundir los problemas piramidales de las Instituciones, Partidos y Sindicatos con el modelo convivencial/representativo que impulsan. Aunque influyan (y no poco) en su calidad.

    Siguiendo con ésta rápida mirada estructural señalaría un aspecto de capital importancia en esa ficción/contrato que hemos dado en llamar democracia y cuya soberanía radica en un pueblo (o conjunto de pueblos), en una Comunidad unida por vínculos históricos, políticos y culturales, que no deja de ser un conjunto de individuos que, a pesar de sus desacuerdos, se saben unidos en un proyecto por el diálogo y la deliberación para decidir conjuntamente sobre lo que hay que ponerse de acuerdo y cómo hacerlo. Y no debemos confundir ese “pueblo “, al que todos invocan y dicen representar (lo ha dicho el pueblo, lo pide el pueblo, el pueblo nos apoya…) con la masa. Que podríamos definir como un conjunto de individuos unidos entre si por lazos débiles (o no) que pueden ponerse de acuerdo ante un hecho puntual. Volátil y emocional, añadiría. Y, por tanto, menos reflexiva, más manipulable y cambiante de un mes para otro. Y señalo, intencionadamente, esta diferenciación para ligarlo con el concepto gramsciano de “hegemonía”  para cualquier proyecto de transformación social que se precie. Importante es llevarlo al Poder, pero más importante es su arraigo y cómo se entiende y acepta socialmente. Concepto que podríamos extender a una institución, un partido o un sindicato cuando pretendemos su transformación. La idea, el proyecto, debe convertirse en “hegemónico” para ser transformador. Y esa hegemonía nunca es fruto de la improvisación, ni madura de un día para otro. Puede apoyarse en las “emociones “ de un modo ético (no utilitarista) pero la gestión de las mismas es algo que considero muy importante, evitando populismos o seguidismos contraproducentes con tal de no enfrentarse a ellas o utilizándolas para eso que se ha dado en llamar “toma de medidas en caliente“ que suelen ser de mirada miope y cortoplacistas. Cuando no se utilizan para la adopción de normas restrictivas.

    No quiero acabar esta parte sin hacer una breve referencia a otro aspecto fundamental de la democracia y su enriquecimiento. Es necesario profundizar en lo que podríamos dar en llamar “ética del diálogo”. Cualquier decisión política, cualquier norma, cualquier reglamento contempla visiones y consecuencias distintas para los afectados, donde conviven distintas visiones morales de máximos. Se trata de una búsqueda constante (en lo posible) de los mínimos comunes aceptables para la mayoría, impulsando mecanismos de simetría efectivos, de discriminación positiva (de ser necesario), apoyando las buenas condiciones de diálogo entre las partes y la comprensión de las dificultades objetivas y las respuestas posibles. Y partir de la base de que todo fruto humano es revisable, o más aún, necesariamente revisable porque nunca es igual ni surte los mismos efectos que ayer.  Es, por otra parte, la contrapartida exigible (más fácil hoy con la evolución de las nuevas tecnologías) a los “representantes“ que recogen la soberanía cedida por los “representados”/ciudadanos con su elección. Y bueno sería que la ciudadanía, en cada ámbito, poco a poco, fuese exigiendo a los candidatos a representantes la incorporación de protocolos de “ética del diálogo” que se comprometiesen a cumplir durante sus mandatos. En todos los ámbitos y niveles, como una gestión obligada más, impulsando la participación frente a la apatía en barrios, partidos, sindicatos, asociaciones…., más allá de los institucionales. Una búsqueda del representante espejo, que, como ficción, valiese para articular un objetivo. Pero, al mismo tiempo, deberíamos preguntarnos ¿y si no gobiernan los políticos quiénes lo harían?¿Los militares, los tecnócratas, las multinacionales, el FMI ¿nos da igual?.

    Hasta aquí he procurado buscar argumentos (desde la mirada estructural) de aval a la grandeza del concepto en la historia de la Humanidad, pero esa historia no cesa y nos enseña, una y otra vez, que nada es inmutable y lo ligo con el párrafo anterior porque mucha gente piensa que el Sistema, la democracia occidental ha tocado fondo y ya no es una herramienta emancipativa si no lo contrario, una farsa adormecedora. Que el triunfo de un modelo globalizado de mercado financiero desregularizado ha barrido sin contemplaciones las opciones de las políticas nacionales y de los Estados , que se han sometido a un modelo de maximización de beneficios sin reglas ni fronteras ni opositores, el mercado como única o principal fuerza reguladora de nuestras vidas, de nuestra cotidianeidad. Y que la capacidad de los pueblos para decidir ha sido hurtada con su soberanía. No escasean los ejemplos aquí o allá para pensarlo así. En nuestro País la última modificación constitucional, a pedido expreso de la Troika, es la mejor muestra. La negociación (sic) europea del Tratado de Libre Comercio con los EE.UU. sin que los propios parlamentarios puedan tener conocimiento de la misma señala una deriva más que peligrosa para lo que debería ser una buena gobernanza. Sobran razones para pensar, después de la crisis económico financiera del 2008, que la maximización de beneficios del capital -ya no digo del mercado, porque hay mercados y mercados. Pensemos sólo en la diferencia existente entre economía productiva, que crea empleo y bienes y servicios y economía especulativa financiera, la reina, cuyo crecimiento anual es de casi tres dígitos y el primero apenas supera el 5% mundial a día de hoy-  se ha enfrentado abiertamente (claro se ve en Europa) a los Estados y sus soberanías, a las reglas de juego democráticas y a los modelos sociales existentes que son obstáculo a esa máxima del beneficio ilimitado. En nuestro País, en Portugal, en Grecia la transformación de la sociedad para que los derechos pasasen a ser privilegios (empleo, sanidad, educación, justicia, vivienda, asistencia…) fue y es tarea contra ese pueblo soberano, que ve impotente su desahucio y su depauperación a costa de salvajes salvamentos de Bancos o Entidades Financieras. Un conflicto brutal, que ha provocado fuertes movimientos sociales y desconfianza y desesperanza de la política y las Instituciones en su conjunto. No se salvan los Sindicatos, ¡cómo no!, es necesario su desmantelamiento para allanar el camino a ese modelo de maximización y privilegios del que he hablado y que se empezó a gestar en tiempos de Reagan y Tatcher.

    Y desde esa mirada coyuntural tenemos que hacernos la pregunta ¿todas esas circunstancias, esa mundialización de la economía, esa inoperancia/inutilidad de los Estados soberanos (y de las supraestructuras más progresistas) disuelve nuestra capacidad para la organización y la acción política? Yo creo que no y coincido con Pablo Iglesias cuando dice que hoy la disputa por la democracia como concepto, como forma de organización del poder debe ser el eje de nuestra ruptura. Creo que es posible darle vuelta a ese conflicto. La potencia conceptual de la democracia es tal que, curiosamente, hasta los más retrógrados se amparan en ella e intentan amoldarla a su discurso. Es difícil que hoy (universalmente) se reclame antidemócrata y, a pesar de las adulteraciones y el manoseo indecente del término, sigue indisociablemente unido, para miles de millones de individuos a los derechos sociales y civiles. Y de unos derechos sociales y civiles crecientes en calidad y en cantidad (aún) porque como repito una y otra vez no hay nada definitivo, absoluto y cristalizado de una vez para siempre. Y el concepto que invocamos se nutre, día a día de las mil y una luchas de los ciudadanos del mundo por sus derechos más esenciales. Y por eso soy optimista, aunque no pierda de vista la ingente tarea pendiente. Los retos globales son hoy muy complejos (y a menudo muy desconocidos , obviamos su incidencia real en nuestras vidas ), no sólo influyen en nuestra cotidianeidad factores perversos (vamos a llamarlos así), también lo hacen los retos de otros, países en emergencia que compiten con mayor presencia cada día, tensiones por las primacías de los bloques y guerras de divisas y materias primas, pero del mismo modo que creo que más pronto que tarde habrá un nuevo modelo de divisa patrón también habrá una regulación (aunque sea mínima) de esa economía financiera salvaje que amenaza la propia destrucción del Sistema y la propia Humanidad. En esa tarea considero imprescindible cambiar los parámetros internacionales al uso hasta hoy, la búsqueda de parámetros más eficientes para medir la buena salud social frente a parámetros tan maniqueos como el P.I.B. o el crecimiento económico. Es necesario ganar la batalla de la “hegemonía” conceptual  y hoy disponemos de mejores herramientas que ayer.

    En definitiva, creo que la democracia nos hace más libres. Si la practicamos y la defendemos la hacemos crecer. Para mí, a pesar de los pesares, sigue siendo válida esa vetusta máxima de que es la menos mala de las formas conocidas de gobierno. Y yo le añadiría: y puede ser la más buena, depende en buena parte de nosotros. Toda esta larga reflexión podríamos relacionarla con la respuesta que el racionalista Baruch Spinoza daba a uno de sus discípulos cuando (S. XVII) le preguntaba si existía el libre albedrio, si creía que el individuo no estaba regido , desde su nacimiento, por la predestinación divina (por el destino diríamos hoy). Libre albedrio y democracia, conceptos inaprensibles, pero tan deseados. Spinoza le contestó que sí, que por supuesto que existía, pero que eran necesarias una serie de condiciones inexcusables para que el individuo fuese capaz de ejercerlo y cita, entre otras, la buena capacidad de comprensión y la capacitación del individuo, que disponga de tiempo para la reflexión y poder discernir entre las múltiples informaciones y conceptos que recibe, cuáles son falsos y cuáles verdaderos, que no esté apremiado por conseguir la subsistencia…, en esas condiciones sí. Busquemos las condiciones, pues.