Revista Perspectiva | 5 febrero 2025.

Trabajo, ciudadanía y sindicato

    12/01/2017.

    Paco Rodríguez de Lecea

    Escritor y ex-Secretario de Organización de CCOO Catalunya

     

    «Si el trabajo industrial llegó al apogeo de su emancipación en el momento en que las leyes fundamentales de las democracias contemporáneas hicieron de él la fuente de legitimación de la ciudadanía, la sociedad de los trabajos y los derechos de ciudadanía pertenece también a quien busca trabajo y, pese a tener tal vez un derecho a él constitucionalmente reconocido, no lo encuentra; a quien lo pierde tal vez injustamente, y a quien, más por necesidad que por elección, tiene muchos trabajos y todos distintos.» Umberto Romagnoli (1)

    I. Del trabajador al ciudadano

    La conexión entre trabajo y ciudadanía es una idea rigurosamente contemporánea. Cuando Jordi Pujol expresó, en algún momento de los primeros años ochenta del siglo pasado, los términos de la cuestión en la frase «Son catalanes quienes viven y trabajan en Catalunya», no estaba innovando, pero sí trasladando al lenguaje de la calle algo implícito en una flamante Constitución que definía España como un “Estado social de derecho” y una “democracia avanzada”, y reconocía rango jurídico constitucional a la actividad de los sindicatos democráticos. Trabajar en Catalunya representaba en aquella circunstancia histórica la prueba de un arraigo en el país que determinaba la posesión, sin más requisitos, de unos derechos de carácter civil. El derecho a elegir y a ser elegido para toda clase de cargos públicos, por supuesto, pero también otros más intangibles asociados con la pertenencia a un colectivo en el que todos participan, todos son copartícipes en la misma medida.

    En el mundo antiguo las cosas no eran así. Trabajo y ciudadanía existían en la Roma republicana, pero eran incompatibles entre ellos. El trabajo marcaba a fuego a los siervos; la ciudadanía era el signo de los hombres libres, para los que el ocio era inseparable de la dignidad, otium cum dignitate. Estuvo restringida desde tiempos remotos a algunas familias cuya preeminencia era debida por lo general a la propiedad privada de grandes fincas rústicas y urbanas. Su extensión más allá de ese círculo originario de latifundistas y propietarios fue un honor que se concedió de forma paulatina a los habitantes destacados de otras ciudades, o bien latinas o bien aliadas, con gradaciones y matices bastante complejos (2). Así fue hasta que la expansión del imperio, con las nuevas exigencias concomitantes de relación, administración y comercio, fue rompiendo los viejos moldes hasta llevar al emperador Caracalla, en 212 d.C., a extender la ciudadanía de pleno derecho a todos los varones libres del territorio administrado por Roma. Las mujeres romanas libres nunca tuvieron plenos derechos de ciudadanía. No votaban, ni eran elegibles para los cargos públicos. Tampoco estaba bien vista su presencia en el foro durante las discusiones políticas. La virtud romana de la pudicitia las recluía en el hogar, como el joyel más preciado para adorno del marido.

    El nuestro no es, evidentemente, el modelo romano de ciudadanía. La propiedad ya no es una clave de acceso a los derechos, si bien conserva numerosas prerrogativas fácticas. El género tampoco es en principio una restricción, aunque se mantienen numerosas trabas de hecho a la participación plena de las mujeres en la vida de la polis. Ya que no por pudicitia, sí en cambio muchas mujeres se ven arrinconadas en el cuidado del hogar y en el de la prole por fallas importantes en los mecanismos de conciliación de los horarios laborales y familiares, o por el hecho de que leyes progresistas como la de dependencia hayan quedado en el limbo de lo inédito a falta de asignación presupuestaria para llevarlas a cumplimiento.

    La principal novedad en el moderno concepto de ciudadanía, no obstante, es el acceso a unos derechos comunitarios a partir del trabajo remunerado por cuenta ajena. El contrato de trabajo ha sido el gran pasaporte moderno a los derechos de ciudadanía. Así ha sido sobre todo durante el ciclo largo de prosperidad económica subsiguiente al final de la segunda guerra mundial. Los grandes símbolos emblemáticos de aquel paradigma fueron la fábrica fordista, que “encuadraba” y aglutinaba a la fuerza de trabajo en grandes unidades que funcionaban con plena autonomía respecto de la administración, y el Estado social, que velaba por la armonía de medios y fines y por la distribución adecuada de la riqueza generada por el sistema fabril. Las dos instituciones funcionaban desde años atrás, pero fue en el tiempo preciso de la posguerra mundial cuando cristalizaron en un “modelo” característico de vida y de orden social, bajo la guía de la socialdemocracia. Entre la fábrica y el Estado se sustanció un pacto solemne de colaboración leal a cambio de protección. Fue un pacto cuestionable en algunos aspectos; el que más, el hecho de que los derechos civiles que el empleo fijo concedía “fuera” de los límites de la fábrica, no tenían valor en el interior del recinto. La justicia social y la democracia plena esperaban en la calle; de puertas adentro, reinaban la jerarquía y la sumisión incondicional exigidas por una organización “científica” del trabajo que distribuía de forma inflexible los roles de dirección y los de ejecución.

    Pero aquel fue un pacto “inclusivo” en el sentido de que todos cabían, todos estaban implicados en él. Vinieran de donde vinieren, fueran cuales fueren sus circunstancias personales y familiares, su sexo, su nacionalidad, sus creencias, su cultura y sus expectativas, se aseguraba a todos (o a casi todos) los trabajadores y las trabajadoras unos beneficios indirectos que venían a complementar y dar una relevancia especial al salario, pingüe o magro, que constaba en la nómina de la empresa: derechos a la vivienda, a la salud, a la educación, a una pensión al final de la vida activa, y también a la libertad de opinión, de expresión y de asociación, y a la participación social y política sin restricciones.

    II. Un cambio de paradigma con seísmo incorporado

    El “pacto welfariano”, la fábrica fordista y en cierto modo también el Estado social, por lo menos tal como lo habíamos conocido, han pasado a la historia. Con la rapidez y la brutalidad de un seísmo, han cambiado radicalmente los parámetros del modo de producción dominante en las sociedades avanzadas. No es posible dentro de los límites de este artículo analizar los orígenes y las causas – tecnológicas y de otros órdenes – responsables de ese seísmo; por lo demás, el lector encontrará con facilidad bibliografía abundante sobre las mismas. Baste solo, a los efectos de lo que se ha afirmado antes acerca del binomio trabajo-ciudadanía, señalar las siguientes consecuencias:

    O         La economía productiva ha cedido la primacía a la economía financiera, porque los avances tecnológicos han puesto en manos de las finanzas transnacionales herramientas capaces de generar beneficios antes inimaginables, a través de operaciones no productivas sino especulativas. Lo que ocurre hoy con la producción viene a ser, en cierto modo, similar a las carreras de caballos: el resultado en el hipódromo carece de importancia en comparación con lo que sucede en las casas de apuestas.

    O         Los procesos de producción de bienes y servicios se han deslocalizado. Las nuevas máquinas permiten una gran movilidad, flexibilidad y versatilidad de la producción, de modo que las grandes empresas pueden externalizar procesos parciales o completos, e incluso secciones vitales de su estructura. La vieja fábrica, con sus muros, sus naves y sus chimeneas, ha hecho explosión y sus restos se han dispersado en muchos (a veces decenas de miles) kilómetros a la redonda. Con su “cuerpo” también se ha dispersado su “alma”, el conjunto de personas reunidas allí y organizadas para llevar adelante la producción.

    O         El Estado, por su parte, ha perdido la función que ostentaba como organizador de las solidaridades a través de la redistribución de la riqueza generada por la producción. Toda la estructura global de recompensas ha variado, y la parte principal de la misma recae en los mecanismos y las rutinas propias de los mercados financieros.

    O         El trabajo deslocalizado, fragmentado y carente de señas de identidad, ha perdido su condición de llave de acceso a los derechos concretos de ciudadanía. Más aún, el “nuevo trabajo” tiende a invadir los territorios de la vida privada y a acaparar para la actividad laboral el tiempo dedicado antes por el trabajador a lo que el sociólogo Luciano Gallino ha descrito como “rituales de socialización” que favorecen la cohesión social (3).

    Un indicador significativo de la devaluación sufrida por el trabajo atomizado es el hecho de que, en los balances de las empresas, el personal empleado ha pasado, de contabilizarse como activo, a figurar en el pasivo. Una plantilla veterana, experimentada y competente era antes un valor objetivo porque garantizaba la solidez de la empresa y su proyección en el futuro. Hoy, sin embargo, el elemento decisivo es el valor actualizado de venta de la empresa en los mercados financieros. El capítulo del personal es entonces un lastre objetivo que empuja hacia abajo el valor, por la previsión necesaria de unos costos considerables de “mantenimiento” y de “amortización”. Las empresas sueñan con volverse etéreas e invisibles, despojándose de todo elemento superfluo hasta reducirse a un valor de mercado abstracto, perceptible solo en los listados virtuales de las cotizaciones de bolsa pero no en las realidades groseras del mundo inferior. Muchas lo consiguen, a fuerza de externalizaciones, de subcontratas, de filiales que no constan en ninguna parte como tales, de diversificación y compartimentación de la cifra global de negocio en firmas fantasmales que operan offshore, y otros recursos de orden parecido. Frente a sus propias responsabilidades de orden laboral, comercial, fiscal y también penal, las empresas oponen un juego de espejos paralelos que, de reflejo en reflejo, remiten al infinito, es decir a la nada.

    La doctrina jurídica asocia por lo general las responsabilidades de la empresa con el lugar donde obtiene el lucro principal. Pero en la defensa sindical concreta de unos trabajadores afectados por un conflicto o un despido colectivo, las dificultades se acumulan cuando hay trabajadores fijos, eventuales, prestados por otras empresas, procedentes de una ETT, “autónomos” encargados de tareas auxiliares o periféricas, etc.

    La actual “sociedad flexible” sitúa al trabajador en soledad frente a las responsabilidades laborales crecientes que le impone una dirección abstracta y elusiva. Así se acentúa su precariedad y se empequeñecen su espacio y su actividad como ciudadano que interactúa y coopera con sus iguales. Los lazos que ha anudado a través de la socialización se rompen. Está aislado e inerme delante de su “deuda” individual de trabajo. Es menos trabajador, en la medida en que tiene un control menor sobre su ámbito de responsabilidad, y también menos ciudadano.

    III. Volver a la clase

    No me refiero al aula de los estudios, sino al concepto de clase como elemento básico de estructuración y cohesión social y como eje de una política que ponga su norte en la solidaridad. Dicho con las palabras de Owen Jones, en un reciente artículo en The Guardian: «La izquierda necesita desesperadamente volver a centrar su atención en la clase. Desde los años ochenta en adelante – mientras el movimiento del Labour era aplastado, las viejas industrias derribadas y la guerra fría liquidada –, la clase ha pasado a ocupar el asiento trasero. El género, la raza y la sexualidad parecen temas más urgentes e importantes. Lo cierto es que no debería pensarse en términos de “o esto o lo otro”: ¿cómo se puede entender el género sin la clase, y viceversa, dada la desproporcionada concentración de mujeres con un trabajo precario y mal pagado?»

    La derecha neoliberal declaró primero el fin de la historia y el alborear de una sociedad sin clases, la utopía última del comunismo realizada bajo el capitalismo (4); después, anunció el fin del trabajo debido a la digitalización y la robotización de los procesos productivos. Las diversas izquierdas perdieron pie en una situación que volvía del revés, como un calcetín, las premisas sobre las que habían basado su estrategia. El resultado fue que los ingredientes fundamentales que aglutinaban a las clases trabajadoras – el hecho sustancial del trabajo y su reparto equitativo; la forma de desarrollarlo, las condiciones, los tiempos, la remuneración; y el para qué del trabajo, su utilidad medida en términos sociales – desaparecieron de la agenda política o cuando menos, en la expresión de Jones, se colocaron “en el asiento trasero”. Ya no conducían el vehículo de la política, solo iban en él de acompañantes.

    Pero las clases trabajadoras siguen existiendo. El trabajo no ha muerto, solo se ha transformado. La historia no ha finalizado, y mantiene su capacidad plena de variar de sentido y de escenario, en función del comportamiento de los agentes que intervienen en la marcha de los acontecimientos. Ha cambiado la “fase” de un ciclo, y con ella los presupuestos y los marcos de actuación de los agentes históricos. Por descontado, es necesario y urgente tomar nota de todo ello desde una perspectiva de izquierda.

    El Estado-nación, por ejemplo. En todo el largo período de hegemonía de la socialdemocracia, el Estado regulaba el trabajo y sus leyes, y era el primer empresario, el empresario por excelencia, “estratégico”. El Estado planificaba, y marcaba el rumbo de la economía. Luego fue la economía (el “mercado”) la que empezó a marcar el rumbo, y en la situación actual los Estados ya no regulan, sino que desregulan, el trabajo. No son ellos los que deciden sobre el clásico dilema de fabricar cañones o mantequilla; todo lo más, escuchan o no a los lobistas que reclaman más guerras para dar salida a sus excedentes de armamentos.

    La vuelta desde la izquierda a la clase debe tener también otra dimensión: la de situar en su lugar justo a las clases trabajadoras en el seno de una sociedad civil “transversal” en la que es forzosa la convivencia con las clases propietarias y las capas medias, y en la que cualquier equilibrio o consenso debe ser conquistado a través de la negociación colectiva en unos conflictos de intereses en los que, de momento, el Estado ya no tiene la intención de ejercer de árbitro, sino de parte.

    Pero el Estado, como el trabajo, como la clase, sigue existiendo. No se ha disuelto en la “aldea global”. Es más bien la aldea global la que se disuelve en su pretensión de regular “científicamente” las relaciones económicas de forma satisfactoria para todas las partes. Y esa es una razón más para insistir en la sustentación de la praxis de la izquierda en los viejos pilares básicos que han vertebrado históricamente la sociedad y tienen capacidad para seguir haciéndolo, aunque repensados en función de los nuevos datos de hecho. Esos pilares insustituibles son el Estado, las clases sociales, y también los partidos políticos, los movimientos sociales y, obviamente, los sindicatos.

    La clase trabajadora no tiene las mismas características que la connotaban bajo el modo de producción fordista. No es, probablemente no lo ha sido nunca, una formación disciplinada y uniforme, un bloque homogéneo cuyos componentes comparten una misma concepción del mundo y unos valores, hasta el punto de resultar intercambiables entre ellos y movilizables en masa al grito de “todos a una”. Está atravesada por contradicciones, por expectativas diferentes, por instintos y reacciones difíciles de reducir a un denominador común. Existe la clase, sin duda, porque existe el trabajo; pero es mucho más diversa y más porosa que en otro tiempo. Una “conciencia” común de la clase no puede ser reconstruida políticamente, desde arriba, sino socialmente, desde abajo, a partir de la insistencia en las reivindicaciones comunes más sentidas y en los motivos más amplios y compartidos para la movilización. En palabras del sindicalista y pensador italiano Riccardo Terzi, «ya no es posible representar el trabajo como si se tratara de un conglomerado compacto». El aglutinante más eficaz para una clase fragmentada y desperdigada podría ser, entonces, la sustanciación de nuevos derechos sociales y personales relacionados con la condición simultánea y correlativa de trabajadores/as y de ciudadanos/as (5).

    IV. Hacia un sindicalismo de los derechos

    Reunificar toda esa fuerza de trabajo sujeta a titularidades, salarios y condiciones de trabajo tan diferentes que convocan de inmediato el agravio comparativo, es una tarea muy difícil. Solo sería posible llevarla a término a través de una concepción más ambiciosa de la negociación colectiva, desplazando el objeto principal de la misma de lo genérico, los derechos de las categorías profesionales, hacia el mundo de las personas concretas y sus circunstancias. Y en la medida en que la deseable protección y conservación del puesto de trabajo resulta imposible en muchas ocasiones, una negociación tendente a incluir, más allá del conflicto inmediato, unos derechos personales y sociales que acompañen de forma permanente a las personas en su trayectoria profesional, a lo largo de su vida laboral y en su doble condición de trabajadoras y ciudadanas.

    Eso es precisamente lo que se propone en la cita del profesor Romagnoli que abre este trabajo. En el mismo artículo citado, publicado originalmente en Eguaglianza e libertà, el ilustre jurista va aún más lejos en su propuesta: «Nadie, sin embargo, conseguirá nunca convertir el empeoramiento generalizado de los estándares protectores relativos al ciudadano en tanto que trabajador, en un pretexto para anular el pasaporte que permitió acceder al status de la ciudadanía del que ha sido artífice y es hoy garante la constitución. Más probable es que se extienda la percepción – que de hecho aflora ya en las distintas y aún confusas propuestas de una renta mínima de ciudadanía – de la necesidad de reajustar el centro de gravedad de la figura del ciudadano-trabajador, trasladando el acento del segundo término al primero: o sea, desde el deudor de trabajo hacia el ciudadano en cuanto tal. En el lenguaje de los ingenieros-arquitectos que cuentan con cierta familiaridad con la cultura de la emergencia sísmica, se podría hablar de una relocalización del derecho del trabajo.»

    Si en lugar de “derecho del trabajo” colocamos la voz “sindicalismo” en el final de la frase, tendremos una indicación acerca de cómo sería posible actuar en el presente inmediato. Se ha hablado de “refundar” y de “repensar” el sindicato. He aquí una idea nueva, “relocalizarlo” en torno al mismo binomio del ciudadano- trabajador, pero poniendo ahora el acento tónico en el primer factor, en lugar del segundo. ¿Por qué no? En esa dirección apunta la propuesta, avanzada conjuntamente por CCOO y UGT, de una “renta mínima” de inserción, o de ciudadanía, como un derecho que apuntalaría la excesivamente alargada pirámide del trabajo por cuenta ajena.

    Sin olvidar nunca que esa renta proporciona tan solo el suelo sobre el que levantar todo un entramado de derechos en torno a la doble condición de trabajador y ciudadano. La propuesta tiene un acusado sabor trentiniano. Bruno Trentin, en su época de secretario general de la CGIL, promovió en el programa fundamental del XII Congreso la formación de un “sindicato de los derechos”. Derechos, obviamente, no tanto civiles y políticos como sociales: unos individuales (en el trabajo, la formación, la salud, un salario justo, en la maternidad y paternidad, en el conocimiento y la información en los centros de trabajo) y otros colectivos (a organizarse sindicalmente de manera voluntaria, la negociación colectiva, la participación en las decisiones de la empresa).  Para Trentin estos derechos, empezando por el derecho al trabajo y a la libertad del y en el trabajo tienen el mismo alcance que los derechos civiles y políticos en el objetivo de garantizar la igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos.

    El proyecto sindical de Trentin recorre un amplio proceso caracterizado por la “reunificación” y la “redefinición cualitativa” de la clase, desde una “cultura de la diferencia”. La clase, ya no aislada sino reunificada y empoderada por los derechos que le competen, está capacitada entonces para la responsabilidad de contribuir en la medida de su propia fuerza a la guía global de la sociedad, a partir  de unos valores democráticos comunes a todos, iguales para todos. Este proceso postula al sindicato de los derechos como un sujeto político (6).

    Por eso afirma de Trentin, con razón, Riccardo Terzi, que no concibe los “derechos” como una superestructura, sino como un proceso de transformación de la calidad del trabajo y, a través de él, de la sociedad (7).

    NOTAS

    (1) Ver Umberto Romagnoli, “El derecho del trabajo después del seísmo global”, en http://pasosalaizquierda.com/?p=1875

    (2) «A algunas comunidades de las amplias zonas del centro de Italia, los romanos extendieron la ciudadanía romana. A veces esto suponía plenos derechos y privilegios, entre ellos el derecho a votar o a presentarse a las elecciones romanas sin dejar de ser al mismo tiempo ciudadano de una ciudad local. En otros casos, se ofrecía una forma de derechos más limitada conocida como “ciudadanía sin voto”, o civitas sine suffragio (expresión que habla por sí misma). […] Había unos pocos que tenían el pleno estatus de ciudadanía romana. La mayoría tenía lo que se conocía como derechos latinos. No era ciudadanía como tal, sino un paquete de derechos que, según se creía, compartían las ciudades latinas desde tiempos inmemoriales, posteriormente definidos como matrimonio mixto con los romanos, derecho mutuo de establecer contratos, libre movimiento, etc. Era una posición intermedia entre tener la plena ciudadanía y ser un extranjero, u hostis. (Mary Beard, SPQR. Una historia de la antigua Roma. Crítica, 2016, pp. 174-75. Trad. de Silvia Furió).

    (3) «El trabajo de una persona constituye un tiempo y un lugar categóricamente distintos del tiempo libre, como también de otros momentos de la vida privada; la familia está obligada a reunirse cada día en torno a la mesa. En la sociedad flexible, en la que trabajar «a golpe de reloj», 7 x 24, representa un elemento arquetípico, hay cada vez menos tiempo disponible para las formas de la ritualidad tradicional. El tiempo de trabajo se entrelaza con los otros tiempos de la vida hasta llegar a ser inseparables. Para muchas personas el trabajo se lleva a cabo, ya sea por necesidad ya sea por las limitaciones formalmente impuestas por la organización flexible, por ejemplo las implícitas en el modelo del «empleo sin despacho» (deskless job), dentro de su mismo hogar, o bien en las salas de espera de los aeropuertos, en el tren, en el hotel, en la autopista. También en el plano del discurso la idea de la festividad, del día festivo igual para todos, es etiquetada como un fetiche que hay que eliminar. El trabajo tiende a convertirse en un tiempo sin límites y, al mismo tiempo, en un no-lugar. Ambas son propiedades contrarias al ejercicio de cualquier forma de ritualidad.» Ver L. Gallino, La sociedad 7 x 24, accesible en la red en http://pasosalaizquierda.com/?p=864

    (4) El “profeta” del nuevo orden de cosas fue Francis Fukuyama, un politólogo y economista estadounidense de origen japonés, que convirtió en best-seller global un ensayo mediocre desde el punto de vista técnico, pero oportuno en el sentido propagandístico: The End of the History and the Last Man (1992). En la estela del derrumbe por implosión de la Unión Soviética, sostuvo que la extensión a todo el mundo del sistema político de la democracia liberal y del capitalismo de mercado, unida a la hegemonía cultural de los modos de vida de las sociedades occidentales, señalaba el punto final de la evolución sociocultural de la humanidad y se configuraba como la forma definitiva de gobierno mundial.

    (5) La cita completa de Terzi, en traducción catalana de Albertina Rodríguez Martorell, es como sigue: «En el passatge històric de la gran organització de tipus fordista cap a una estructura productiva de tipus nou, dispersa en el territori, molecular i flexible, ja no és possible representar el treball como si es tractés d’un aglomerat compacte amb una identitat ideològica homogènia, sinó que s’ha d’explorar tota la complexitat dels trajectes individuals, i aleshores el tema dels drets es converteix en el teixit connectiu que uneix aquests diversos recorreguts.» (“Conversa entre Riccardo Terzi i José Luis López Bulla sobre Bruno Trentin”, en Canvis i transformacions, Llibres del Ctesc nº 6, Barcelona 2005, p. 184).

    (6) «Un sindicato que aspire a ser sujeto político debe poder superar, y no solo de palabra, reunificándolos y no sumándolos, a los diversos sectores de su política reivindicativa. Reunificarlos en un proyecto, en una estrategia basada, no en la suma de los objetivos, sino en su redefinición cualitativa. Eso quiere decir pasar de la asistencia a la promoción, con la adopción de prioridades nuevas y rigurosas.» Bruno Trentin, “Dal welfare state alla welfare society”, intervención conclusiva de la conferencia nacional de la CGIL, Roma 1995. (Traducción mía).

    (7) «… ell [Trentin] no ha pensat mai en els “drets” com en una superestructura jurídica, sinó com en un procés de transformació de la qualitat del treball. Els drets, així doncs, s’afermen a través de l’acció sindical, i aleshores es tracta d’alçar el nivell de les nostres plataformes, de plantejar, en l’acció contractual, els problemes de la formació, de l’accés a les informacions, de l’organització del treball i de la participació en les decisions. Aquesta es una tasca que en gran part encara s’ha de fer, i tota la nostra política reivindicativa ha de ser totalment repensada i posada al dia. El risc, per tant, és que l’estratègia dels drets només es jugui en un terreny més estrictament polític, com a denuncia del model neoliberal, i no aconsegueixi incidir en la pràctica real del sindicat.» (“Conversa entre Riccardo Terzi i José Luis López Bulla sobre Bruno Trentin”, loc. cit., p. 185.).

    Barcelona, 13 de Enero de 2017