Revista Perspectiva | 14 marzo 2025.

La seguridad publica en el Estado Español. Lo público como garante de los derechos humanos: El servicio público de prisiones

    16/02/2018.

    Ángel Moreno

    Secretaria de Salud Laboral de la Federación de Servicios a la Ciudadanía de CCOO

     

    La definición del concepto de Estado ha sido una constante dentro de las ciencias sociales y requiere un análisis más exhaustivo que desborda los objetivos de este artículo, sin embargo, sí que parece necesario fijar una concepción previa que nos sirva para sustanciar el desarrollo posterior de las reflexiones que vamos a desarrollar durante nuestra exposición. Desde una tradición política marxista, el Estado es un sistema de dominación de clase, es una relación social que recoge y articula todos los conflictos de clase y que a su vez está compuesta por múltiples instituciones, como el aparato de seguridad del Estado, el poder judicial, el parlamento, el poder económico, la administración, etc.

    Dentro de esa multiplicidad de instituciones adquiere un valor predominante el aparato coercitivo del Estado o el aparato de seguridad, que será el objeto de interés en este artículo.

    El debate sobre el aparato coercitivo del estado y el propio modelo de seguridad es un debate inherente a las diferentes concepciones políticas. En las democracias complejas el aparato coercitivo y por tanto la política de seguridad está sometida al Parlamento que es quien legisla y en consonancia con ello es un poder colectivo delegado por las ciudadanos y ciudadanas, con el objetivo de garantizar la libertad y la ley. En otros regímenes políticos no democráticos, el aparato coercitivo o de seguridad del Estado, es un elemento de control social y por tanto la seguridad se convierte en un instrumento para someter al conjunto de las instituciones del Estado a unos intereses de clase determinados.

    La calidad democrática de un país viene determinada por su modelo de seguridad pública. El principio de autoridad y por lo tanto la ejecución de la capacidad coercitiva debe pertenecer exclusivamente al conjunto de la ciudadanía a través de sus instituciones legitimas de gobierno, fruto de una delegación colectiva y debe servir por tanto para garantizar a esa colectividad los derechos humanos.

    Otro aspecto a reseñar en este debate, es la mercantilización de la seguridad pública a través de la privatización de diferentes partes del aparato coercitivo del Estado, hablaríamos de la vigilancia privada, la privatización de las prisiones, los ejércitos privados, etc en aras de una supuesta rentabilidad o eficacia que por supuesto carece de cualquier análisis objetivo que lo corrobore.

    Empezando por la segunda de las ideas señaladas, la mercantilización de la seguridad pública del estado. Debemos resaltar en primer lugar el papel de lobby que ejerce la patronal de la seguridad privada, con profundas conexiones con el poder económico y político de nuestro país.

    Los enormes intereses que giran en torno a la economía de la seguridad, tienen una consecuencia de extrema gravedad en cuanto al propio fin de la misma, si convertimos la seguridad pública en un nicho más de mercado ponemos en peligro el principio de sometimiento de la seguridad a la democracia. Cuanto más entran en juego los criterios de mercado en la seguridad pública de nuestro país y más afecta a sus elementos coercitivos más se tambalea el Estado social y de derecho.

    Dos han sido las ideas que se han venido manejando por parte del sector de la seguridad privada para construir un relato favorable a sus intereses, por un lado, la necesidad de colaboración público-privada mejora la eficiencia y rebaja los costes (eufemismos que viene a endulzar el concepto de privatización de lo público), cuestión que carece de ningún análisis serio que lo sustente.

    La realidad parece otra, estudios nada sospechosos de estar sesgados hacia las posiciones de defensa de los servicios públicos, y que nosotros sostenemos, ponen en cuestión la afirmación economicista de menor coste para los ciudadanos de estos servicios prestados privadamente. Por ejemplo, The United States Bureau of Justice Statistics afirma que el ahorro de costes que prometen las prisiones privadas “simplemente no se han materializado.”, o un estudio  sobre las prisiones privadas en el Estado de Arizona en el año 2010 (uno  de los paradigmas de la privatización) señala cómo son un 15% más caras que las públicas, a pesar de que no admiten los presos más costosos (presos más violentos, con patologías severas crónicas, o con delitos más graves). Por otro lado, la supervivencia del sector y del empleo, vinculado a él, requiere el desarrollo de nuevas actividades profesionales. Dentro de esta segunda idea podemos incluir el intento del Ministerio de Interior de justificar la privatización de la seguridad exterior de los Centros Penitenciarios, para recolocar a los escoltas de Euskadi por los servicios prestados. La realidad en este caso también se encargó de señalar que el objetivo de privatizar la seguridad exterior de las prisiones era otro, ya que las empresas de seguridad privada apenas contrataron escoltas.

    La capacidad de influir del lobby de la seguridad privada tuvo uno de sus hitos en la actual ley de vigilancia privada. La Ley de Vigilancia Privada del año 2014 abre enormes espacios de la seguridad pública a la privatización y viene a ampliar desaforadamente el espectro de competencias de la antigua Ley de Seguridad Privada de 1992. En ese sentido hacemos mención al art. 41, que viene a desarrollar aquellos servicios de vigilancia y protección que pueden ser desempeñados por vigilantes privados. Este artículo contiene una amplia gama de competencias que permiten privatizar enormes espacios de la seguridad pública. Así, en su apartado 3.d), establece La participación de la vigilancia privada en la prestación de servicios encomendados a la seguridad pública, complementando la acción policial. Estas funciones, como refiere el enunciado del articulado, se harán bajo las órdenes e instrucciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Con la redacción de este párrafo se establece una cláusula abierta que nos lleva a afirmar, sin ambages, que toda la seguridad pública es susceptible de privatizar. En ese mismo artículo se recoge la posibilidad de que la seguridad perimetral de los centros penitenciarios sea desarrollada por la seguridad privada, lo que supone el inicio de la privatización de Instituciones Penitenciarias.

    Tras esta política de privatización de la seguridad nos encontramos con los grandes emporios económicos de seguridad que han impregnado nuestra realidad capitalista, donde los intereses de seguridad acaban de configurar escenarios de conflictos que desembocan en la construcción de un imperio del sufrimiento con múltiples tentáculos. Sírvanos de ejemplo más paradigmático la enorme influencia de la seguridad en EEUU y sus implicaciones sobre la geopolítica mundial.

    Una vez hecho un primer esbozo sobre los intereses para mercantilizar la seguridad como nicho de negocio, retomamos nuestro primer planteamiento de la seguridad pública como instrumento para el control social. En nuestro país el actual Gobierno ha diseñado una arquitectura normativa del miedo, donde a través de dos normas de especial relevancia introduce un sesgo de clase y de control social.

    La Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana y Ley Orgánica 1/2015, que modifica el Código Penal, acotan los espacios de protesta para amordazar el desencuentro entre las políticas de desmantelamiento del Estado del bienestar y el conflicto social. Es, en este espacio, donde se encuentran más coartadas las actividades propias del sindicalismo de clase y confederal de CCOO. El Gobierno por tanto introduce elementos normativos para detener la lucha de clases.

    Ley Orgánica 1/2015, que modifica el Código Penal, no ha derogado el art. 315.3 que regula el delito de coacción a la huelga, delito que se está consolidando en el seno de nuestra justicia penal con el inestimable auxilio de una actitud beligerante por parte del Ministerio Fiscal, y que constituye un ejemplo más de criminalizar la protesta, que de no atajarse podría acabar con buena parte de la virtualidad del derecho de huelga. El actual Código Penal sigue manteniendo penas de hasta tres años por la coacción a la huelga. Tenemos que señalar que el Comité de Libertad Sindical de la OIT ha declarado que “cualquier sanción impuesta por actividades ilegítimas relacionadas con huelgas debería ser proporcional al delito o falta cometida, y las autoridades deberían excluir el recurso a medidas de encarcelamiento contra quienes organizan o participan en una huelga pacífica”. En consecuencia, obliga a los tribunales penales, cuando enjuicien casos en virtud de la presunta comisión del delito de coacción a la huelga, a hacer una interpretación de éste delito compatible con dicha doctrina del Derecho internacional de los derechos humanos.

    El actual Código Penal también viene a aumentar el reproche penal sobre delitos relacionados con el orden socioeconómico, castigando con mayores penas el hurto, incluso posibilitando que se puedan reprender con penas privativas de libertad lo que anteriormente eran faltas. Estamos, sin duda, ante lo que podemos considerar una criminalización de la pobreza.

    Igualmente de preocupante es la nueva redacción dada a los delitos contra el orden público, donde también se aumenta el reproche penal y se establecen circunstancias agravantes directamente dirigidas a criminalizar la protesta, como es el incluir como agravante en los delitos de alteración de la paz publica el que los hechos causantes se produzcan en manifestaciones.

    Por otro lado, podemos destacar, que se regula como sujeto pasivo del delito de atentados y desobediencia pasiva a la vigilancia privada, lo que nos lleva a inducir la intención de utilizar a las trabajadoras y los trabajadores privados para funciones de seguridad pública en aquellos aspectos esenciales en un Estado de derecho como la libertad de expresión y manifestación.

    Por todo ello, el Código Penal ha venido a convertirse en un instrumento de clase con unos objetivos claros de criminalización de la protesta y la pobreza, interviniendo como una herramienta más de las clases dominantes en el conflicto de clase en el que estamos inmersos.

    El segundo parámetro de esta ecuación, la que hemos querido definir como  la arquitectura del miedo, es la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana. Esta ley, conocida como la ley mordaza, se manifiesta como tal en la exhaustiva regulación de las infracciones. Nos encontramos con apartados dedicados exclusivamente a la protesta, recogiendo aspectos como la negativa a identificarse, las protestas anti-desahucios, las protestas de yayoflautas en bancos, cuestiones que se abordan desde la subjetividad y la indefensión para los ciudadanos y ciudadanas que ejerzan su derecho legítimo a la defensa. Todas estas conductas, que están calificadas como faltas graves, pueden ir sancionadas económicamente desde los 601 euros a los 30.000.

    La cuestión parece clara, a la protesta o se la calla mediante cárcel o mediante multas. Si los trabajadores y trabajadoras y los ciudadanos en general quieren ejercer su derecho legítimo a la protesta pueden enfrentarse a la cárcel o al expolio económico.

    Una vez analizada como se esta configurando la seguridad pública en nuestro país y como la normativa va construyendo un escenario reaccionario con una alta implicación en el proceso de lucha de clases, nos podemos encontrar con un futuro donde la protesta y la pobreza no sólo sea reprimida con los instrumentos penales creados al efecto, sino que también sea combatida con ejércitos de vigilancia privada sometidos a la precariedad y bajo los intereses concretos del poder económico de este país.

    No se trata de un relato distópico sino de la realidad que se está construyendo en nuestro país, inmerso en un proceso de desmantelamiento democrático que avanza a pasos agigantados y que tiene todos los visos de consolidarse.

    Y es este contexto socio político y en esta realidad de deterioro democrático donde debemos situar el actual servicio público de prisiones. Si hay algún espacio coercitivo que requiere una especial sensibilidad son las prisiones de un país, si hay alguna parte del estado donde las tendencias economicistas deberían estar menos presentes es en los centros penitenciarios.

    La calidad de la democracia de un país se mide por las características de su sistema penitenciario, por las condiciones objetivas de las personas privadas de libertad. En nuestro país el marco constitucional y normativo es claro la pena privativa de libertad está orientada a la reinserción de las penas privadas de libertad. Fruto de ese mandato legal y constitucional deberían articularse todos los medios necesarios en un Estado para la consecución de dichos objetivos.

    Sobra decir el coste económico que tiene el delito sobre el conjunto de un estado, con todo un aparato coercitivo configurado en torno a él, pero tampoco debemos olvidarnos del peso social que conlleva el delito, el delito tiene una enorme relevancia en la construcción de un tejido social y no repercute sólo sobre la victima sino sobre la configuración socio político donde se desarrolla.

    Tampoco queremos huir de debates criminológicos como el del sentido de la pena y del propio sistema penitenciario, que nos llevarían a reflexiones sobre la existencia o no de centros penitenciarios, el de las cárceles  como reflejo de los fracasos como sociedad y la necesidad de impulsar las medidas alternativas a la prisión, debates siempre presentes cuando se aborda la concepción penitenciaria , pero que no son objeto de este análisis donde queremos desgranar el modelo penitenciario como parte de la seguridad del estado.

    Partimos de la premisa de que la única garantía para que el sistema penitenciario cumpla los mandatos legales es que las prisiones sean un servicio público más. Y no sólo está en juego el carácter reinsertador del sistema penitenciario sino las propias condiciones objetivas de las personas privadas de libertad, es decir los propios derechos humanos que no se pierden con la imposición de una pena privativa de libertad. Esta conclusión no sólo es una posición ideológica sino que parte del análisis de otras realidades penitenciarias con un carácter privado.

    Nos vamos a parar durante las próximas líneas en el sistema penitenciario de EEUU, el mayor paradigma de privatización. Estados Unidos tiene la mayor tasa de encarcelamiento en el mundo. Esta tasa casi se ha cuadruplicado desde 1980 pese a la disminución del índice de delincuencia. En 1980 la tasa fue de 221 por cada 100.000 residentes. Hoy la tasa es 716 presos por cada 100.000. El número de presos federales de los EE.UU. ha aumentado en un 790% desde 1980. Para poner la cuestión en perspectiva,  EE.UU. tiene 700.000 más presos que China, aunque China tiene cuatro veces más población.

    El inicio de la privatización se inició con el mandado de Reagan, experimentó un crecimiento tímido pero real en los ocho años que siguieron, fue aumentando algo más decididamente en el mandato de Bush y experimentó un impulso decisivo al entrar a cotizarse en Wall Street, durante el período de Clinton. En 2003 eran ya 100 con 62.000 plazas , en 2005 se acercaban a las 500.000 plazas y actualmente superan el millón de plazas.

    La industria de los presidios es, sin duda, uno de los sectores económicos con mayor expansión y mejores perspectivas para la inversión privada: En torno a este negocio ha aparecido una pujante industria periférica: las empresas especializadas en la construcción de prisiones, las empresas que comercializan los bienes consumidos en las prisiones, las empresas de mantenimiento de prisiones, las empresas de vigilancia privada, las empresas que utilizan el trabajo de las personas internas etc.

    Algunos sectores apuestan claramente por la introducción de sus negocios en las prisiones. Así, por ejemplo, la totalidad de todos los cascos militares, correajes, chalecos blindados, tarjetas de identificación camisas, pantalones, y demás material para la intendencia militar, se fabrican en las cárceles privadas, evidenciando una alianza entre el complejo militar-industrial y el penitenciario. Otras cifras son, así mismo, espectaculares: en el interior de las prisiones privadas se fabrica ya hoy el 93% de las pinturas y pinceles de los pintores, el 92% de todos los elementos de mobiliario de cocina, el 36% de todos los utensilios caseros, 30% de los audífonos y altavoces, el 21% de todos los muebles para oficina.

    Varias son las consecuencias del sistema penitenciario de EEUU, un sistema deshumanizado donde prima el beneficio de las empresas que invierten en el sistema frente a la reinserción, un desmesurado numero de conflictos en las prisiones, la mayor tasa de encarcelamiento del mundo, con un sistema que requiere de normas penales muy duras para favorecer el engranaje del modelo y las plusvalías que genera.

    En definitiva, el modelo semiprivatizado de EEUU no garantiza los derechos humanos de las personas privadas de libertad y es un negocio sometido a las presiones de los diferentes lobbys que sobre él actúan.

    Desde nuestra perspectiva político sindical la apuesta debe ser exclusivamente por una gestión pública del sistema penitenciario en todos sus aspectos de la seguridad, como única garantía de los derechos humanos y de nuestro marco normativo penitenciario.

    En esa dirección debemos señalar que la máxima salvaguarda para que los servicios públicos ligados a la seguridad sean públicos, es que estén desempeñados por empleadas y empleados públicos.

    Resulta difícil de articular qué aspectos básicos de la seguridad del Estado puedan estar desempeñados por trabajadoras y trabajadores privados, sometidos a las tensiones del mercado de trabajo, al chantaje de la precariedad y dentro de grandes holdings empresariales, verdaderos ostentadores del poder real del Estado.

    Las trabajadoras y los trabajadores públicos penitenciarios obtienen su trabajo a través de procesos selectivos públicos que garantizan el mérito, la capacidad y la estabilidad del puesto de trabajo. Y esta estabilidad e independencia supone el mejor aval para el desempeño de sus funciones de acuerdo con la ley, sin estar sometidos a criterios economicistas

    Muchos de los peligros de la privatización están empezando a conformar nuestro servicio público de prisiones, el trabajo y explotación de las personas privadas de libertad, el inicio de los procesos de privatización de la seguridad exterior, la consolidación de los procesos de la externalización de servicios como el mantenimiento o la limpieza, el deterioro del empleo público y de las condiciones de trabajo en prisiones.

    Por ello, como sindicato de clase nuestra posición debe ser la defensa de un modelo público de prisiones con empleadas y empleados públicos, como apuesta estratégica dentro de una concepción pública de la seguridad.

    Miércoles, 14 de Febrero de 2018