Revista Perspectiva | 26 diciembre 2024.

Jóvenes y trabajo en la era digital

    23/01/2019.

    Carles Feixa

    Catedrático de antropología social en la Universidad Pompeu Fabra

     El 1980 el pensador francés André Gorz escribió un ensayo, titulado Adieu au prolétariat, que causó furor porque desde una perspectiva marxista, preconizaba el fin del trabajo como prolegómeno de la sociedad cibernética. Partiendo de la vieja teoría del yerno de Marx, Paul Lafargue, para quien el trabajo industrial era un castigo, argumentaba que la robotización y las nuevas tecnologías conducían inexorablemente hacia una sociedad donde las máquinas reemplazarían el trabajo humano, lo cual supondría el fin de la clase obrera, que para el autor era otra manera de llegar al socialismo.

    Unos años más tarde, el filósofo entonces progresista Luis Racionero (después se pasó al PP), ganó el premio Anagrama de ensayo con el libro Del paro al ocio, donde aplicaba las mismas recetas al trabajo juvenil, como forma de escapar del paro galopante que dominaba la crisis económica de los 70, que en España llegó en los 80, precedente más inmediato de la crisis del 2008. El autor argumentaba que la sociedad del paro se podía transformar en sociedad del ocio si aprendíamos a hacer de la necesidad virtud. Los movimientos juveniles habían estado precursores de una nueva actitud ante el trabajo: la trilogía beat-hippy-punk habían marcado tendencia, pues avanzaba estrategias de rechazo al trabajo estandarizado, repetitivo, impersonal, y de elogio del ocio diversificado, creativo, personalizador, que abonaban el terreno donde tenía que germinar la cibersociedad.

    El 1998 el ensayista norteamericano Don Tapscott, en su libro Growing Up Digital, identificaba en la generación de la red -la Net Generation- a los precursores de una nueva relación con el trabajo, más flexible, interactiva, dinámica y adaptada a los tiempos futuros. El autor consideraba que los empresarios de la nueva economía solo contratarían a personas educadas en la era digital, pues las formadas en la era de la televisión no serían capaces de adaptarse a los trabajos y ritmos requeridos en la era de internet.

    En los tres casos la relación de los jóvenes con el mundo del trabajo estaba en el centro del escenario. Según indicó la antropóloga norteamericana Margaret Mead en 1970, en su clásico ensayo Culture and Comitment, las nuevas generaciones prefiguraban los ritmos del cambio social, experimentando de forma precursora concepciones económicas, sociales o tecnológicas de la sociedad del futuro. En el caso del trabajo, los jóvenes experimentaban todo lo mejor -pero también lo peor- de la tercera revolución (post)industrial: la que conducía hacia una sociedad donde el futuro dominaba al pasado.

    En un libro reciente, coeditado con M. Àngels Cabasés y Agnès Pardell (Jóvenes, trabajo y futuro, Tirant lo Blanch, 2018), hemos analizado el impacto de los planes de garantía juvenil en la actual generación de jóvenes, planteando los efectos perversos de la crisis en términos del que denominamos juvenicidio moral:

    “En tiempos de crisis, la juventud puede morir de inanición (ya que los recursos familiares y públicos que la alimentaban se reducen o desaparecen). Pero, paradójicamente, puede morir también de éxito (ya que se convierte en una edad que no se acaba nunca, a la cual todos quieren parecerse). El resultado es que los jóvenes reales sufren en carne propia un mal invisible, moral: la imposibilidad de hacerse adultos (...) En ese sentido, creemos que el juvenicidio moral lo que ha permitido observar es una crisis estructural que tiene una de sus más importantes manifestaciones en cuestiones relacionadas con el empleo y el trabajo. Las medidas que se han emprendido desde órganos estatales en coordinación con agentes privados, como sería la Garantía Juvenil, suponen una mirada cortoplacista que comporta observar el desempleo juvenil como una cuestión transicional donde la persona joven es el centro de la problemática” (Cabases, Pardell y Feixa, 2018, p. 454).

    La transición hacia una sociedad de la información es siempre ambivalente. Por un lado, tiene aspectos negativos que implican costes: inestabilidad en el trabajo, precariedad, discontinuidad, dificultades para hacer proyectos a medio y largo plazo, destrucción de puestos de trabajo, etc. Por otro lado, tiene también aspectos positivos que abren oportunidades; relaciones laborales más horizontales y creativas, flexibilidad horaria, valoración de la innovación, ruptura de jerarquías obsoletas, necesidad de reciclaje constante, etc.

    Enero de 2019