Revista Perspectiva | 26 diciembre 2024.

El trabajo que viene

    23/01/2019.

    Ariadna Trillas

    Periodista de ALTERNATIVAS ECONÓMICAS

    ¿Cuál es el paradigma de trabajo en el que nos adentramos? Los estudiosos del tema llevan ya unos años contándonos la historia del nuevo “capitalismo cognitivo”, cuyo motor económico es el conocimiento y cuyos valores estrella son, a la par, flexibilidad, creatividad e innovación, en un contexto de cambio permanente.

    Contra lo que pudiera parecer a primera vista, la noción de capitalismo informacional no cubre únicamente el devenir de una élite tecnológica mimada por los gigantes corporativos para que desarrolle, supuestamente feliz, ingeniosos servicios y productos que engorden el negocio del grupo. La elaboración de contenidos, la aportación de ideas o la interpretación y análisis de datos pueden adoptar múltiples formas, también relacionadas con la precariedad. La era de “capitalismo cognitivo” es un mazazo definitivo al fordismo y del neofordismo, y a su vez, supone la consagración del trabajo desestandarizado, remunerado (o ni siquiera); a menudo, mientras se invoca la necesidad de autorrealización y de expresividad.

    Una persona puede estar esperando que la contacten a través de una aplicación mientras, en paralelo, echa unas horas por las tardes en un bar, y al tiempo colabora como freelance  o dando alguna clase. No sabe si la suma que ganará a final de mes bastará para afrontar sus gastos, pues, para más de un 14% de la población ocupada, trabajar no garantiza la salida de la exclusión social y la pobreza. La frontera entre quien se considera “en paro” y quien viene clasificado en las estadísticas como “ocupado” es cada vez más porosa. Ni siquiera es sencillo medir la dimensión del desempleo. Y mucho menos re-ordenar la protección social.

    La polarización del mercado laboral entre una capa altamente formada que se engancha a la ola y una enorme bolsa de personas que va tirando como puede ya existe, pero no hay experto que no advierta que la tendencia se agravará en las próximas décadas. Es una de las escasas certezas que existen en un marco especulativo sobre el impacto de la automatización y la robotización sobre el empleo. Existen estudios que pronostican una destrucción de una décima parte de los puestos de trabajo actuales y otros que auguran la desaparición de más de la mitad. Tanta discrepancia sugiere que nadie tiene una idea precisa de lo que viene, aunque es obvio que la tecnología forma parte de la ecuación y que muchas de las tareas en las que se descomponen los puestos de trabajo (en todos los niveles de cualificación) pueden ser asumiras las máquinas. No podemos tampoco imaginar cuántos empleos (ni mucho menos, cuáles)  emergerán para responder a necesidades que hoy ni siquiera existen (¿acaso alguien podía figurarse hace ocho años la importancia que tendría para las empresas un community manager?), ni a qué ritmo, ni con qué desajustes.

    En todo caso, es un buen momento para recordar que trabajo y empleo remunerado no son equivalentes. Las actividades para satisfacer las necesidades de la comunidad no se acaban. Basta con poner el termómetro a la economía sumergida, o con ponérselo al trabajo voluntario, o al no remunerado como el que ejercen tantas personas, la mayoría de las cuales mujeres, cuidando a mayores, a niños y a dependientes. No, el trabajo no termina. Y sería conveniente reorientar cualquier reorganización del trabajo como una reorganización de los usos de tiempo.

    Sabemos también que el nuevo paradigma exige moverse entre dos polos: lograr la empleabilidad, imposible sin abrazar el concepto de formación y reciclaje a lo largo de la vida, o lanzarse al autoempleo, aupado por un discurso favorable al emprendimiento que disfraza la inexistencia de igualdad de oportunidades. En ambos casos,  se sigue ahondando, si la acción política no lo impide, en el proceso de externalización de actividades que se viene desarrollando desde hace un par de décadas, y que está transformando las relaciones laborales. La capacidad de negociación del individuo aislado mengua, y su única esperanza es la unión, las alianzas, la movilización.

    La cuestión es en qué manos dejamos la definición de la sociedad que queremos. Si solo nos guía la eficiencia económica, podríamos llegar a legitimar la esclavitud que ya atisba en las calles, pedaleando para mover paquetes arriba y abajo en la logística brutal que requiere nuestra dimensión consumidora a golpe de clic. Las inspecciones y controles contra relaciones laborales encubiertas, y contra temporalidad fraudulenta, son más necesarias que nunca.

    Aun así, los expertos auguran un cambio de foco a la hora de pensar en los derechos de las personas: de la protección del puesto de trabajo a la protección del trabajador. Resulta difícil, en este sentido, eludir  el debate sobre la renta básica universal (RBU). Según como se aplique, es obvio que puede justificar que una nutrida bolsa de trabajadores malviva mientras la élite se autorrealiza, o bien puede ser una solución si va acompañada de una completa reforma fiscal. Una transformación de este calibre supondría un vuelco en el valor trabajo moderno, que, más allá de ser hasta ahora la principal vía para ganarse el pan, ha contribuido a conformar nuestra identidad social.

    Enero de 2019