Revista Perspectiva | 21 noviembre 2024.

¿Es compatible la modernización de las empresas con su democratización?

    La crisis financiera global que estalló en 2008 y las políticas económicas aplicadas para atajarla han afianzado un modelo de gestión empresarial y unas reformas estructurales del mercado de trabajo que han logrado incrementar la capacidad de presión efectiva y rápida de las empresas sobre sus plantillas y costes laborales. En paralelo, se han deteriorado derechos laborales, bienes públicos y protección social. Los grandes grupos empresariales han logrado recuperar y aumentar sus tasas de rentabilidad a pesar de la crisis y el bajo crecimiento económico de la última década. En España, por ejemplo, tras dos fuertes recesiones y los duros ajustes sufridos, los beneficios antes de intereses, impuestos y dividendos han más que duplicado su peso en porcentaje del PIB (desde el 8% de 2008 al 18% en 2017), superando con creces las tasas de beneficios más estables de Alemania, Italia o Francia (alrededor del 13% en el caso alemán y en torno al 10% en los otros dos países).

    11/03/2019. Gabriel Flores, economista

    ¿Existen vías alternativas a la que se está siguiendo en los últimos años para impulsar la modernización de las empresas? ¿Es posible compatibilizar la modernización de las empresas y el logro de mayores niveles de eficiencia en la gestión con su democratización? ¿Hay fórmulas que permitan incorporar en la toma de decisiones de las empresas a sus trabajadores y al conjunto de agentes económicos y sociales involucrados o afectados por la actividad de las empresas? De que se encuentren respuestas afirmativas a estos interrogantes, con experiencias prácticas que puedan replicarse y adaptarse a muy diferentes circunstancias, actividades y modelos de empresas, dependerá en gran parte el bienestar futuro de la mayoría social y las posibilidades de consolidar sociedades en las que la convivencia y la estabilidad sean sostenibles.

    En el primer epígrafe de este artículo se señalan los rasgos generales de los cambios que han propiciado la extensión y consolidación en Europa de un modelo particular de gestión de las empresas que se complementa con las políticas de austeridad y devaluación salarial aplicadas para atajar la crisis global iniciada en 2008 y que, lejos de terminar, aún pervive en muchos de los problemas económicos, financieros e institucionales que esperan solución.

    En el segundo epígrafe, se identificarán los factores principales que empujan en sentido contrario a la democratización en la gestión de las empresas y que obstaculizan la participación de la ciudadanía en las tareas de identificación y definición de políticas económicas más favorables al bienestar de la mayoría social.

    El tercer y último epígrafe se adentrará por los caminos menos transitados de señalar una experiencia que pueda servir de reflexión en la tarea práctica de impulsar el debate sobre la democratización de la empresa y a la hora de mostrar que la democratización es compatible y conviene a la modernización de las empresas y a la mejora de sus resultados y relaciones con la sociedad.

    Un modelo de gestión empresarial acorde con las políticas de austeridad

    La crisis de 2008 alentó una nueva ola de reformas desreguladoras del mercado laboral que, en aras de una mayor flexibilidad de la gestión de la fuerza de trabajo, lograron abaratar los costes laborales (salarios, seguridad social a cargo de las empresas y otros costes, como el de los despidos) y, de paso, pero no por ello menos importante, reducir el alcance de la negociación colectiva, eliminar la prevalencia del convenio sectorial y la ultraactividad o ampliar la tipología de los contratos laborales y las fórmulas de relación mercantil y “colaborativa” que enmascaran relaciones de dependencia laboral. También contribuyó a incrementar la competencia entre países para reducir la presión fiscal sobre los beneficios empresariales, logrando disminuir significativamente los tipos impositivos, y sobre los costes de la seguridad social que soportan las empresas. Y para favorecer la recuperación de los beneficios empresariales como mecanismo prioritario para reactivar la economía se ampliaron los espacios en los que se impone la lógica mercantil a costa de reducir los bienes públicos y la protección social.

    Como consecuencia de todos estos movimientos se debilitó la posición, representación y capacidad de actuación de unos sindicatos obligados a reorganizarse y adaptarse a las nuevas condiciones en las que se desarrollan los conflictos (y los acuerdos) con la patronal y a las mayores dificultades para organizar y representar las reivindicaciones y los intereses de un mundo del trabajo más fragmentado y polarizado.

    Esas tendencias están presentes y son visibles desde hace al menos tres décadas. No hace falta acudir a apocalípticos escenarios emergentes, relacionados con la que se denomina con frecuencia nueva revolución industrial, para explicar la precarización de una parte notable del empleo y la fragmentación de la clase obrera. Pero no se puede negar que el desarrollo de las nuevas tecnologías digitales ha abierto nuevos caminos a ese proceso de creciente polarización del mercado laboral y a un potente movimiento de reestructuración de los procesos productivos globales del que han emergido victoriosos los grandes negocios sustentados en plataformas digitales (Google, Amazon, Facebook, Uber o Airbnb) y los grandes grupos industriales que han sido capaces de robotizar su producción o implantar plataformas digitales en la relación con sus clientes.

    El resultado de esta evolución ha sido la ampliación de un concurrido espacio social en el que personas con empleos precarios (por cuenta propia o ajena) obtienen bajos ingresos que suponen su incorporación permanente a los márgenes cada vez más anchos de la pobreza relativa, que afecta especialmente a jóvenes, mujeres y mayores de 55 años. Y al tiempo que se extienden los empleos precarios, se multiplican los empleos que requieren altos niveles de formación y cualificación en las actividades y empresas más innovadoras y abiertas al mercado global y, en contrapartida, obtienen altas remuneraciones salariales. Esta polarización del mercado de trabajo favorece la ampliación de la exclusión social y, en paralelo, el aumento del número de empleos de alta cualificación y remuneración que participan de los beneficios y ventajas que producen la globalización y las rentas de monopolio que generan la innovación y la aplicación de las nuevas tecnologías a los procesos de producción y comercialización. Aunque la cuantía de estos empleos con altas remuneraciones es muy inferior al de los empleos de bajos salarios, su crecimiento en términos porcentuales es de parecida intensidad, al igual que sus impactos cualitativos en términos de dispersión, desestructuración y fragmentación de las condiciones de vida y trabajo de la mayoría social trabajadora, que dificultan la acción sindical y la construcción de reivindicaciones comunes. Un escenario laboral variopinto y complejo al que hay que sumar a las personas que el mercado de trabajo rechaza por completo y se suman en las estadísticas del paro de larga duración o a la población inactiva desanimada que ya no busca empleo.

    Un doble problema, el del retroceso de la capacidad de negociación del trabajo frente al capital y el de la creciente fragmentación y polarización del mundo del trabajo, que se expresa políticamente en forma de debilitamiento de los sindicatos y la acción sindical, una menor entidad de los problemas específicos de las clases trabajadores en la opinión pública y en la labor institucional de los partidos políticos de izquierdas y una crisis de representación política que ha hecho emerger a izquierda y derecha nuevas fuerzas políticas populistas. Un doble problema o dos problemas interrelacionados causados por el asentamiento de un modelo de gestión empresarial obsesionado con la rentabilidad a corto plazo y, de forma complementaria, por la hegemonía de principios y políticas económicas neoliberales que han logrado descargar sobre la parte obrera los ajustes y costes de las crisis (la actual y las futuras) y acaparar un porcentaje más que notable del valor añadido generado en los ciclos de expansión económica (como el que experimenta la economía europea desde 2014) impulsando una tendencia preexistente, robusta y global que provoca la deformación de la distribución del valor añadido a favor de las rentas del capital. La remuneración de los accionistas es demasiado elevada y no responde a que asuman mayores riesgos que los que afectan a los empleos y los salarios de los trabajadores. Los beneficios y demás rentas del capital se han independizado (o han ganado autonomía) del ciclo económico, al cargar los costes y riesgos de las recesiones sobre el factor trabajo, a través del recorte de plantillas y costes laborales, y lograr apropiarse de la mayor parte del nuevo valor añadido que se genera en los ciclos de expansión.

    Factores contrarios a la participación de los trabajadores en la gestión de la empresa

    En sentido contrario a las tendencias dominantes que han provocado retrocesos de las rentas y los derechos de mundo del trabajo y una concentración de los riesgos en las personas asalariadas, se ha generado una creciente preocupación social por el funcionamiento interno de las empresas, por su gestión y por los impactos que ocasionan en sus entornos económicos, sociales y medioambientales. La inquietud incluye también la discutible capacidad demostrada por las empresas (más allá de los gastos en campañas publicitarias de responsabilidad social corporativa) para aceptar una carga fiscal equilibrada y justa, respetar los ámbitos en los que deben predominar los bienes públicos y, más en general, sintonizar sus objetivos con los valores e intereses que expresa la ciudadanía. En la ciudadanía prima una preocupación reactiva, frente a los impactos negativos de la actividad empresarial que se perciben, antes que una búsqueda activa de herramientas y buenas prácticas que permitan intervenir o influir en la tarea de impulsar la modernización de las empresas y la ampliación de sus capacidades y responsabilidades, tanto en el objetivo de integrar los intereses de sus asalariados como en el impulso de una inversión productiva innovadora, un reparto más justo de sus resultados o un compromiso claro y explícito de reducir los impactos medioambientales negativos de su actividad económica.

    Frente al interés social y económico de integrar los intereses de los trabajadores y el conjunto de la sociedad en las tareas de gestión o en el impulso de la modernización de las empresas, potentes fuerzas económicas empujan en sentido contrario y se suman a transformaciones de carácter internacional, no sólo de la eurozona, que vienen de hace décadas y conforman la tendencia dominante.

    Las reformas denominadas estructurales (en realidad desreguladoras) de los mercados laborales forman parte de esas transformaciones, pero otros muchos factores han actuado en el mismo sentido. Mencionemos tres de los más relevantes.

    Uno. Las decisiones de las empresas están marcadas por el objetivo prioritario de maximizar la rentabilidad financiera inmediata que obtiene el capital o, con la fórmula que ha hecho fortuna, crear valor para los accionistas. Los directivos están presionados por la consecución de ese objetivo a corto plazo, del que también dependen la valoración y la retribución de su labor. Las rentas de los accionistas devienen así demasiado elevadas, poco cíclicas y poco arriesgadas. Y para garantizarlas, la presión sobre los costes laborales y fiscales es constante. Los costes de cualquier episodio de recesión o crisis son soportados, casi en exclusiva, por los asalariados, a través del ajuste de empleos y salarios.

    Dos. El crecimiento económico se ha desconectado de los salarios y de la inflación. La reactivación económica y la disminución de las tasas de desempleo en los últimos años deberían haber ocasionado un aumento de los salarios y la inflación, pero tanto los salarios como la inflación subyacente han aumentado muy poco. Las reformas de los mercados laborales han provocado que el crecimiento del producto se concrete en más empleos precarios, pero no en más salarios. No hay reacción al alza de los salarios ante el descenso de las tasas de desempleo. Y cuando, excepcionalmente, se logran incrementos reales de los salarios, tales aumentos no suelen trasladarse a precios, porque los amplios márgenes conseguidos y la competencia externa permiten (y obligan) a las empresas a encajar la subida de costes.

    Y tres. El impulso de las nuevas tecnologías digitales, la robotización industrial y la aplicación creciente de la inteligencia artificial a los procesos económicos están teniendo importantes efectos sobre los mercados de trabajo, contribuyendo a incrementar la polarización del mercado de trabajo y la desigualdad de rentas y deformar la distribución de la renta a favor del capital y de las empresas tecnológicas y de plataforma que cuentan con rendimientos crecientes y rentas de monopolio, contribuyendo de esta manera a distribuir las ganancias de productividad y la rentabilidad de las empresas de forma muy desigual, entre sectores y entre empresas del mismo sector.

    A las reformas laborales llevadas a cabo en los últimos años para presionar a la baja los costes laborales y a los tres factores mencionados antes, hay que añadir al menos dos choques específicos sufridos por las relaciones entre capital y trabajo para comprender las causas de la creciente complejidad de los sectores sociales que podrían considerarse clases trabajadoras, su retroceso y el consiguiente debilitamiento sindical.

    En primer lugar, la incorporación de China y las desaparecidas economías de tipo soviético del Este de Europa al mercado mundial en los años 90 del pasado siglo ha duplicado la oferta de trabajo mundial, desde casi 1.500 millones de trabajadores y trabajadoras a cerca de 3.000 millones. Como consecuencia, la fuerza de trabajo se ha hecho mucho más abundante en términos absolutos y, más aún, relativos y la relación entre capital y trabajo (el equipo de capital asociado a cada trabajador) se ha reducido notablemente, impulsando el retroceso relativo de las rentas del trabajo respecto a las rentas del capital.

    Y en segundo lugar, la ola globalizadora de carácter neoliberal que se inicia en los primeros años 80 eliminó restricciones a los movimientos del capital financiero y facilitó una deslocalización de actividades productivas (y los empleos asociados) que ha impactado especialmente sobre los trabajos más rutinarios y los empleos de menos cualificación y valor añadido de los países capitalistas desarrollados. Y sobre los sectores vinculados a tales empleos, en parte desaparecidos y en parte degradados.

    Avanzar en la democratización de la empresa y la política económica

    Hay pendiente un debate ciudadano a propósito de la democratización de las empresas. Fuerzas económicas y políticas conservadoras y liberales querrán reconducir y amansar las críticas al actual modelo de gestión de las empresas y a las políticas económicas de austeridad y devaluación salarial aplicadas, para no renunciar prematuramente a los beneficios que les ofrecen. En sentido contrario, fuerzas progresistas y de izquierdas intentarán convertir el malestar social existente en reformas que equilibren los intereses de las partes, amplíen y afiancen derechos, impidan el deterioro del medioambiente, reduzcan las múltiples expresiones de la desigualdad social y mejoren las condiciones de vida y trabajo de la mayoría social. Difícilmente se podrá esquivar, en sociedades avanzadas y democráticas, ese debate pendiente sobre la función de las empresas y su gestión.

    La incógnita no es si se producirá tal discusión pública, que es insorteable, sino qué efectos tendrá y quién representará y liderará las aspiraciones de la sociedad a intervenir en la gestión y los objetivos de las empresas.

    La indignación surgida al calor de los altos costes económicos, políticos, sociales y ecológicos causados por la crisis y por la fallida estrategia conservadora de salida de la crisis ha hecho trizas y puesto en cuestión el principio liberal que concibe a la empresa como un proyecto en el que los socios capitalistas mayoritarios son los poseedores en exclusiva de la capacidad de tomar decisiones y, por tanto, se consideran absolutamente libres de hacer todo lo que sea lícito (que es todo lo que la ley no prohíbe) para maximizar sus beneficios. No se debería pretender en este debate definir qué valores morales deben predominar a través de reformas legislativas o, lo que es lo mismo, identificar (o confundir) el derecho con la virtud. Se trataría, más sencillamente, de equilibrar y hacer compatibles los derechos, obligaciones y riesgos de los accionistas con los de los trabajadores y demás agentes económicos y sociales relacionados con la actividad de las empresas. Se trata, de entrada, de conseguir un menor desequilibrio entre las partes para maximizar la libertad y el bienestar del conjunto, sin que los derechos y la prosperidad de los propietarios del capital, ocasionen o pretendan intensificar y perpetuar, como en los últimos años, los costes, la subordinación y el malestar del resto.

    Si se pretende defender el Estado de bienestar, la cohesión social y una salida de la crisis que tenga en su mira, en un lugar prioritario, las necesidades de la mayoría social, es necesario reforzar la participación de la sociedad en la gestión de las empresas y de la política económica. No se trata sólo de un problema sindical, es un problema del conjunto de la sociedad. Sin embargo, a nadie se le escapa que sin fortalecer la negociación colectiva y la capacidad de acción de los sindicatos será imposible revertir las reformas desreguladoras del mercado de trabajo o recuperar y consolidar los derechos laborales y sociales que se han eliminado o restringido. Los sindicatos deberían estar en condiciones de ser una pieza clave en el impulso de buenas prácticas que animen el debate social en torno a estas cuestiones, popularizando los ejemplos de participación de las plantillas en la gestión de las empresas y, en un escalón inferior, también imprescindible, las iniciativas de transparencia y control de la gestión.

    No obstante, faltaría un paso más. Sabido lo difícil que es ese cambio a favor de la democratización de las decisiones económicas y, a la vez, que es imprescindible para mejorar la vida y los empleos de la mayoría social, haría falta cambiar el sentido común dominante que considera a la gestión empresarial una función exclusiva de directivos controlados por consejos de administración y a las decisiones de política económica, una responsabilidad exclusiva de gobernantes controlados por parlamentos. Habría que llevar la democracia un paso más allá. La democracia no puede quedarse a las puertas de las empresas. Hay que alentar e institucionalizar la participación de las plantillas y del conjunto de sectores relacionados o afectados por las actividades de las empresas en la gestión empresarial. De igual modo, hay que ampliar los cauces y los instrumentos de participación social en la identificación de políticas y reformas que alienten la modernización de la oferta productiva, la definición del modelo de crecimiento y el impulso de cambios estructurales (especialmente en los dominios fiscal y medioambiental) que sustenten un mayor nivel del crecimiento potencial y hagan posible extender el bienestar a la mayoría social.

    ¿Se puede hacer? ¿Hay experiencias de las que se pueda aprender? Probablemente, haya muchas, de muy dispar calado y en muy diferentes terrenos. Lo que falta es sistematizarlas, extraer enseñanzas y ponerlas a disposición de los trabajadores y las trabajadoras y sus representantes sindicales para que sirvan de emulación y reflexión sobre las prácticas capaces de sostener y animar el debate social sobre la democratización de las empresas.

    Sirva de ejemplo lo sucedido en Francia hace unos meses para evaluar los límites, posibilidades y vericuetos del debate social y político por hacer en España sobre la democratización de las empresas. De entrada, conviene remarcar que el debate desarrollado en Francia ha estado liderado directamente por el presidente Macron y dirigido por el gobierno liberal de La República en Marcha (LRM), mucho más amigos de la gran patronal y del capital financiero que de los sindicatos de clase a los que, muy probablemente, consideren instituciones obsoletas, puede que necesarias durante un tiempo, a las que es necesario neutralizar para que no se conviertan en un obstáculo a los planes de reforma, flexibilización y modernización del tejido empresarial que consideran obligado y urgente llevar a cabo pese a la oposición radical de una parte de los sindicatos.

    Durante la última campaña electoral a la presidencia francesa (mayo de 2017), Macron subrayó con especial énfasis la necesidad de realizar un debate público nacional sobre la transformación de las empresas, tanto en el ámbito de su reforma jurídica como en lo que se refiere a su funcionamiento, misión y objetivos. Las pretensiones enunciadas por Macron estaban en línea con sus preocupaciones y obsesiones: facilitar el crecimiento y la financiación de las empresas francesas; aumentar su competitividad; favorecer una economía más respetuosa con la ciudadanía y el medioambiente; conseguir una mayor integración de las plantillas, ampliando sus posibilidades de participación en la gestión y en el accionariado…

    Dicho y hecho, en los últimos meses de 2017 y primeros de 2018 se organizó y llevó a cabo en Francia una campaña y un debate social de envergadura. El 23 de octubre 2017, se lanzó el Plan de acción por el crecimiento y la transformación de la empresa (PACTE) y se creó un Grupo de Trabajo dirigido por un diputado de LRM y por la presidenta del Instituto Francés de Administradores (IFA), bien conectado con la gran patronal francesa. Durante la primera fase del Plan, entre octubre y diciembre, cerca de 600 instituciones y especialistas fueron recibidos y escuchados por dicho Grupo de Trabajo.

    El 5 de enero de 2018, se constituyó una Misión Interministerial sobre “Empresa e Interés general” coordinada por Nicole Notat (antigua secretaria general del sindicato CFDT) y Jean Dominique Senard (presidente del grupo Michelín) y se inicia la segunda fase del Plan con una consulta pública en la que cerca de 8.000 participantes realizaron 13.000 propuestas que obtuvieron alrededor de 64.000 apoyos. El 9 de marzo, la Misión Interministerial presentó un informe recomendando diferentes reformas que acabó siendo la base sobre la que se redactó un proyecto de ley que llegó al Consejo de ministros el 18 de junio y comenzó a ser examinado recientemente, el 5 de septiembre, por una comisión especial de diputados, para pasar a debate parlamentario a finales de este mes de septiembre. Teniendo en cuenta que es un texto de cerca de 1.000 páginas con 73 artículos que ya ha recibido por parte de la oposición más de 2.000 enmiendas, el debate será largo y su aprobación podría retrasarse hasta principios de 2019.

    Macron se ha puesto a la cabeza, encauzando, promoviendo y liderando una preocupación social: modernizar las empresas francesas, mejorar sus posibilidades e instrumentos de financiación, integrar en mayor medida que hasta ahora los intereses de los asalariados en su gestión y apreciar en todo el valor (y los costes) que tienen las consecuencias sociales y medioambientales de la actividad empresarial. Se ha producido una notable participación de la patronal, asesorías, especialistas y académicos con puntos de vista, apreciaciones e intereses muy diferentes con intención de influir en las reformas, incorporar sus respectivos objetivos y tratar que el texto de la futura ley recoja sus particulares intereses. En cambio, la participación de los sindicatos (divididos en la valoración de la iniciativa y de sus intenciones) ha sido bastante débil; así como la de los partidos de izquierdas en la oposición, que han preferido esperar y participar con sus enmiendas para intentar eliminar los contenidos más dañinos de la futura ley.

    No se trata aquí de valorar el articulado de la ley, sino el proceso puesto en marcha por el presidente Macron. Ni tampoco, criticar los evidentes objetivos de la iniciativa de Macron para dividir a los sindicatos, debilitar la representación y capacidad de acción sindical de los trabajadores y estrechar las relaciones de su gobierno con la gran patronal y el capital financiero. Esas críticas ya las harán, con más rigor y conocimiento, parte de los sindicatos y la oposición de izquierdas en el Parlamento de Francia. Se trata de servirse de un ejemplo que ha permitido interesar a una parte significativa de la ciudadanía francesa y a diversas organizaciones en un tema de gran relevancia política y económica que, hasta ahora, aparecía como un tema propio de expertos que permanecía alejado del debate público.

    ¿Hay algo que aprender de esta experiencia? ¿Se podría impulsar y desarrollar en aquí un debate similar con otros objetivos, más proclives a los intereses de la mayoría social? Creo que sí, pero son los sindicatos de clase y los partidos de izquierdas los que tienen la palabra. Los que tienen que valorar si está a su alcance o es de su interés organizar y promover un debate público en el que se sientan involucrados todas las partes y el conjunto de la ciudadanía, con la pretensión de tomar el pulso a la opinión de los trabajadores y la sociedad civil y escuchar sus ideas a propósito del nuevo lugar que deben ocupar las empresas en la sociedad y las mejores formas de participación de la sociedad y las plantillas en la gestión de las empresas y la definición de sus objetivos.