Revista Perspectiva | 14 marzo 2025.

La hegemonía imposible  

    25/01/2021.

    Santiago Alba Rico

    Escritor, ensayista y filósofo

    El máximo triunfo de la publicidad es el de forjar un eslogan que la mayor parte de los hablantes incorporen, a modo de coletilla o apotegma, al habla cotidiana común. Al publicitario, en todo caso, le interesa mantener siempre viva la conexión entre la frase y el producto que quiere promocionar. Si trasladamos este ejemplo a la política, podemos decir que fue Antonio Gramsci el que comprendió mejor y analizó en profundidad la construcción de comunidades simbólicas como condición de la hegemonía política. Gramsci, que no conocía al filósofo Wittgenstein, mantuvo sin embargo un diálogo con él a través de su amigo Piero Srafa, el famoso economista afincado en Londres. Gramsci y Wittgenstein compartían el interés por los “usos del lenguaje” y las -digamos- metástasis del “habla común”. En una carta dirigida desde la cárcel a su cuñada Tania, pero cuyo destinatario era Srafa (e indirectamente el propio Wittgenstein), Gramsci se ocupa del gran éxito “popular” de Benedetto Croce (1866-1952), el gran pensador hegeliano que marcó la vida cultural italiana durante sesenta años. “La gran cualidad de Croce”, dice Gramsci, “ha sido siempre ésta de hacer circular de modo no pedante su concepción del mundo en toda una serie de escritos en los cuales la filosofía se presenta inmediatamente y es absorbida como buen juicio y sentido común”. De este modo, añade, las respuestas de Croce a algunas de las cuestiones nucleares de la opinión pública acaban por difundirse, de manera casi sanguínea, a través de frases cotidianas y ocurrencias de salón, penetran en los periódicos y en los bares y fabrican “una enorme cantidad de croceanos que no saben que lo son y que quizás ni siquiera saben que Croce existe”.

    En su sentido más exacto y banal, esto es la “hegemonía”: la fecundación prolífica en el sentido común general de una visión del mundo cuya fuente -como en el caso de Croce y al contrario que en la publicidad- se ha perdido. Sólo cuando cada sujeto -y casi todos los sujetos- repite como propia una opinión manufacturada en otra parte, puede decirse que esa opinión deviene “hegemónica”. Esta epidemia o episemia -el contagio de significados compartidos- es un fenómeno lingüístico banal y universal que debería interesar sobre todo a los filólogos. Si preocupa a los políticos -a los que hacen la política y a los que la sufren- es porque a través del “habla común” se construye “el sentido común” y, por lo tanto, “el mundo común”. La cuestión, en consecuencia, no es la de saber si podemos sustraernos a la epidemia del sentido común -incluso para combatirlo o disputarlo hay que sucumbir a él- sino la de quién lo construye en cada época.

    El ejemplo analizado por Gramsci en los años treinta del siglo pasado nos habla de sociedades ya desaparecidas en las que esa hegemonía se construía desde el ámbito intelectual y mediante una esfera pública más o menos homogénea. La construían filósofos, intelectuales, periodistas, a través de cauces comunicativos provistos de autoridad y en una sola dirección: ciertos nombres prestigiosos, pues, y ciertas cabeceras de periódicos. La presión del mercado, tras la Segunda Guerra Mundial, y las sucesivas revoluciones tecnológicas en el seno del capitalismo han hecho estallar las matrices mismas de la circulación hegemónica. Por una parte, es evidente, ya no son los intelectuales los que construyen los discursos sino vástagos puros del mercado capitalista: personajes famosos que han construido su fama, de manera autorreferencial, a través de la visibilidad misma. Por otra parte, esa visibilidad se genera casi siempre en el bullicio fragmentario de las redes, en nichos efervescentes separados que ningún parentesco discursivo puede conectar. El habla común ya no repite sin saber frases que Croce formuló en un periódico prestigioso; repite a sabiendas ocurrencias de un youtuber que tiene millones de seguidores, pero que se dirige solo a ellos. En definitiva, la dificultad para hacer hoy política tiene que ver con esta doble presión -el mercado y la tecnología- que ha banalizado las matrices discursivas y fragmentado la recepción, impidiendo la disputa del “sentido común”, reemplazado ahora, del modo más inquietantemente natural, por post-verdades, hechos alternativos y negacionismos medievales.

    Enero de 2021