Revista Perspectiva | 18 abril 2024.

Los derechos culturales: ¿un nuevo paradigma?

    Las políticas culturales son hijas de la modernidad entendida como proceso transformador y emancipador. La capacidad crítica (que posibilita la autoconciencia, la autorrealización y la autodeterminación de la ciudadanía) sólo es posible en la medida en que todo el mundo tiene acceso a la educación y a la cultura. Aunque también es un ámbito en crisis, la respuesta de las políticas públicas educativas es, en un primer momento, relativamente simple: educación universal, pública y gratuita de los 6 a los 16 años (en nuestra legislación actual). Pero para las políticas culturales la respuesta es más compleja. Ni el modelo de democratización de la cultura (proceso descendente que tiene por objetivo facilitar a todos el acceso a la cultura "legitimada") ni el de democracia cultural (en el que se trata de explorar y potenciar las capacidades creativas del conjunto de la ciudadanía dándoles legitimidad en un proceso de carácter ascendente) han conseguido sus objetivos.

    10/11/2022. Xavier Fina, gestor cultural y filósofo
    Wall with art graffiti on city street. Fotografía de Mathias Reding - pexels.com

    Wall with art graffiti on city street. Fotografía de Mathias Reding - pexels.com

    “Aunque -con razón- a menudo se sienten maltratados, los sectores culturales (profesionales, empresas, entidades) han sido los únicos destinatarios de las políticas culturales”.

    Las causas más significativas de este relativo fracaso son el corporativismo y el elitismo. Aunque -con razón- a menudo se sienten maltratados, los sectores culturales (profesionales, empresas, entidades) han sido los únicos destinatarios de las políticas culturales. Obviamente, los sectores culturales necesitan unas buenas políticas (porque generan riqueza, empleo que no debe ser precario y porque tienen un papel imprescindible de mediación). Pero eso no debería significar que sean los únicos destinatarios. Cuando se reivindica la centralidad de los derechos culturales se está recordando que la destinataria última de estas políticas debe ser la ciudadanía.

    Las grandes instituciones culturales -casi siempre de titularidad pública y a las que se destinan un importante porcentaje de sus presupuestos- acostumbran a tener un compromiso irrenunciable con la calidad y la excelencia. Es difícil estar en contra. Incluso es ontológicamente imposible. Pero de ahí surge una segunda tensión: cómo hacer compatibles el acceso universal a la cultura con esta excelencia en la oferta. Porque la excelencia implica capacidad de decodificación que sin un cierto bagaje es muy difícil de alcanzar. Pero no sólo eso: el espacio que ocupan estas grandes instituciones culturales son espacios de exclusión. En su propia naturaleza está la marca de la exclusividad. En sus ritos hay una afirmación de clase. Es por ello que las políticas tradicionales de precios públicos no sólo son insuficientes, sino que incluso pueden convertirse en reaccionarias. En la medida en que sólo tengo en cuenta la barrera económica (concretada en el precio de la entrada) a la hora de facilitar el acceso a la cultura legitimada, estoy retornando a las rentas más altas lo que debería beneficiar a las más bajas. Obviamente, no se puede menospreciar la barrera económica. Es, si se me permite el tópico, una condición necesaria, pero en ningún caso suficiente. Para ser propositivos tenemos una respuesta tan genérica como cierta (hace falta una convergencia de las políticas culturales y educativas) y otra aún no suficientemente explorada: la desacralización de la cultura. Esto, llevado al extremo, sí supone un cambio de paradigma: una vivencia natural y espontánea del arte y la cultura (¡aplaudamos entre movimientos en los conciertos de música clásica!), una arquitectura de tamaño humano (más románico y menos gótico), una proximidad real a la ciudadanía, unos contenidos que los interpelen.

    "Derechos culturales" es un concepto equívoco. Hay quien lo utiliza como sustitutivo de "política cultural": un gran paraguas conceptual en el que entra todo (patrimonio, sectores, creación, producción, género, diversidad, etc). Es una opción legítima pero que aporta muy poco a la transformación de las políticas. Es una manera de seguir haciendo lo mismo cambiándole el nombre para aparentar un mayor compromiso con el bien común. En un sentido más restrictivo, hay opciones que entienden los derechos culturales como una disolución de la Cultura en mayúsculas. Una concepción bastante amplia de cultura a través de la cual todas las prácticas humanas se pueden definir como culturales. Es indiscutible que desde la antropología se debe trabajar desde esta acepción neutra, no jerárquica y global del concepto "cultura". Ahora bien, si se hace desde la política, corremos el riesgo de que con la voluntad de no imponer ningún modelo lo que se esté haciendo es impedir cualquier transformación.

    “Revisitamos los orígenes, redefinimos los servicios culturales del mismo modo que hemos hecho con la sanidad o la educación. Desde una opción radical por la igualdad y la fraternidad, las dos categorías olvidadas de la tríada“.

    En este contexto de complejidad veo dos puertas de salida complementarias. En primer lugar, hacer que los derechos culturales dejen de poner el énfasis en su vertiente de derechos negativos y se conviertan en derechos positivos. En general, el derecho al acceso a la cultura ha formado parte de derechos como el de asociación o de expresión. Derechos vinculados a la libertad. El cambio de paradigma es que se conviertan en derechos positivos: derechos que, como la vivienda o la educación, tienen más que ver con la garantía y el fomento que con la elección. En definitiva, más vinculados a la igualdad -clave de todo- que con la libertad. Y, en segundo lugar y como consecuencia del primer punto, reforzar la idea de servicio público. No hay derechos en régimen de igualdad si no se establecen unos servicios públicos obligatorios. Revisitamos los orígenes, redefinimos los servicios culturales del mismo modo que hemos hecho con la sanidad o la educación. Desde una opción radical por la igualdad y la fraternidad, las dos categorías olvidadas de la tríada.