Revista Perspectiva | 19 abril 2024.

Con las cosas de leer no se juega

    Mejorar las condiciones materiales de la vida de la gente. Eso es, en esencia, lo que está comúnmente aceptado entre la mayoría de las organizaciones de la izquierda (partidos, sindicatos y todo tipo de asociaciones) como objetivo principal y concreto de la acción política y sindical. De ahí que esa pretensión se decline también con el eslogan ahora muy en boga (pero casi tan viejo y de sentido común como el refranero popular) que proclama que con las cosas de comer no se juega. Pero ¿y qué pasa con las cosas de leer? Parece como si, en tiempos en los que la comunicación, las redes sociales, el márqueting y el tacticismo dominan la política por encima de la ideología, del tejido social organizado, del programa y de la estrategia, con los libros o con el manido relato sí que se pueda jugar. Y sin demasiadas contemplaciones.

    10/11/2022. Marc Andreu Acebal, historiador y periodista, es director de la Fundació Cipriano García - CCOO de Catalunya
    Alboroto. Fotografía de Kelly - pexels.com

    Alboroto. Fotografía de Kelly - pexels.com

    “Parece como si, en tiempos en los que la comunicación, las redes sociales, el márqueting y el tacticismo dominan la política por encima de la ideología, del tejido social organizado, del programa y de la estrategia, con los libros o con el manido relato sí que se pueda jugar. Y sin demasiadas contemplaciones”.

    El imperio de las fake news es, seguramente, la máxima expresión de esta perversa maleabilidad del relato, de la narrativa o de las letras. Pero, aunque el anglicismo lo barnice de modernidad, la manipulación informativa y cultural es casi tan vieja como la humanidad. Y tampoco es exclusiva de los populismos de todo tipo o de la extrema derecha. Basta con recordar que la agitprop tuvo su origen en la Rusia bolchevique, incluso etimológicamente. La agitprop, eso sí, es un poco más sofisticada que las fake news, puesto que la propaganda de agitación nació como estrategia política para influir sobre la opinión pública a través del arte, de la literatura, del periodismo y, en definitiva, de la cultura.

    En cualquier caso, la agitprop difícilmente puede competir con las fake news puesto que ya no se lleva en la izquierda. Entre otras cosas, porque requiere de una potencia organizativa y de una densidad social que la izquierda, en general, ya no tiene. Pero una cosa es admitir eso y otra, muy distinta, hacer lecturas erróneas de la realidad, enredarse con el relato o, simple y llanamente, jugar con las cosas del leer. Y eso es lo que hace el profesor de filosofía de la Universitat de Barcelona Antonio Gómez Villar en Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario, un libro importante y que comparte novedad y librerías con otro igualmente importante y que, en buena medida, es su complemento y antítesis a la vez: Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979), del historiador y profesor de la Universitat Autònoma de Barcelona Xavier Domènech.

    “Es sabido que la teoría no siempre casa bien con la realidad o con la praxis. También sabemos que sin ideología no se va a ninguna parte, al menos en clave de izquierdas y de transformación social. Pero, como resumió Gramsci a la perfección, las ideas (y la lucha) no viven sin organización. De aquí la necesidad de reivindicar (y de repensar, sin miedo) conceptos elementales como trabajo, lucha de clases y clase trabajadora al lado de instrumentos igualmente fundamentales (y necesitados de actualización, qué duda cabe) como partidos, sindicatos y movimientos sociales”.

    Es sabido que la teoría no siempre casa bien con la realidad o con la praxis. También sabemos que sin ideología no se va a ninguna parte, al menos en clave de izquierdas y de transformación social. Pero, como resumió Gramsci a la perfección, las ideas (y la lucha) no viven sin organización. De aquí la necesidad de reivindicar (y de repensar, sin miedo) conceptos elementales como trabajo, lucha de clases y clase trabajadora al lado de instrumentos igualmente fundamentales (y necesitados de actualización, qué duda cabe) como partidos, sindicatos y movimientos sociales. Desde sensibilidades de izquierda, a eso dedican en buena medida sus respectivos libros Gómez Villar y Domènech, aunque lo hacen partiendo de presupuestos y disciplinas académicas muy distintas. Con algún nexo en común: el historiador británico E. P. Thompson y su experiencia de clase.

    Gómez Villar comulga con “el fin de la ética del trabajo que había sido decisiva en la historia cultural del movimiento obrero del siglo XX” y asume y proclama “el fin de la primacía social, política, cultural, teórica e ideológica de la clase obrera”. Defiende, eso sí, la vigencia de la lucha de clases tal y como la conceptualizó el autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra, aunque reivindica como su acicate no a la clase obrera, sino a los antagonismos de las identidades de sexo, de género, de etnia y, marginalmente, también de clase. Domènech, en cambio, proclama “la voluntad de no entender la clase como una identidad”, reivindica la tradición de la vieja historia social y, sobre todo, al mismo E. P. Thompson y a su historia desde abajo. Algo que, en el caso de la España contemporánea, pasa por reconocer justamente a la clase obrera y a los sindicatos como sujetos principales de la lucha por la democracia. A su vez, Domènech, conocedor de la literatura “de mejor y peor calidad” que reivindica la clase como “realidad primordial frente a las trampas de la diversidad”, admite que “el problema de la centralidad que se está otorgando en nuestro presente a las identidades está marcando de forma ineludible tanto el análisis histórico como la cosmovisión de una parte de los movimientos sociales y de la política como nunca antes había sucedido”.

    En los prolegómenos de Lucha de clases, franquismo y democracia, Domènech ensaya una interesante reflexión sobre estructuralismo, modernidad, posmodernidad y el giro lingüístico de las ciencias sociales, que no niega, pero al que se resiste desde la evidencia que le proporcionan la práctica empírica de la historia social y, singularmente, el estudio de las historias de vida y las biografías obreras recopiladas por el Archivo Histórico de CCOO de Cataluña. En Los olvidados de Gómez Villar no solo prima la filosofía posmoderna de dar por finiquitada la centralidad del trabajo y de no reconocer a la clase obrera como sujeto revolucionario (ni ahora, ni en 1917, ni en el siglo de Marx), sino que, desde la atalaya filosófica universitaria, se critica a “organizaciones sin duda necesarias pero insuficientes” como los sindicatos por haber quedado reducidos “a grupos de presión y demandas sectoriales, a puro particularismo”.

    “La izquierda no ha sido derrotada por haber desatendido a lo material, sino por su incapacidad a la hora de construir imaginarios”, sentencia Gómez Villar. De forma confesa se ceba con lo que denomina relato del “regreso de lo material” y, de forma descarada, con autores como Ken Loach, Owen Jones, César Rendueles o, en especial, el Daniel Bernabé de La trampa de la diversidad, a quién no llega a tildar de fascista, pero sí equipara al rojipardo Diego Fusaro. Abanderado de la nueva izquierda -aunque no queda claro si es la de Mayo de 1968 o la que acuñó lo de Régimen del 78-, Gómez Villar sostiene lo siguiente: “El rechazo del trabajo no fue una demanda de los hijos de la burguesía, fue el grito de los trabajadores. […] La izquierda entró en crisis por su incapacidad para nombrar lo deseable, para ir más allá de las formas disciplinantes de la izquierda fordista y sus aparatos sindicales; una crisis como consecuencia de su renuncia a disputar la rearticulación luego del acontecimiento del 68”.

    Una virtud de leer Los olvidados es que da mucho en qué pensar. En algunas cosas, para compartirlas. Y en otras muchas, no. En especial cuando Gómez Villar concluye que “la obstinación obrerista” de conservar, mantener y defender la primacía de la clase y “la no asunción de su posición minoritaria conduce a lo reaccionario”, puesto que “el obrerismo concibe la clase trabajadora como agente en la historia, no en la política”. Algo que desmiente con rotundidad Lucha de clases, franquismo y democracia. La obra de Domènech -que también fue por una etapa adalid de la nueva izquierda; en su caso, claramente la que acuñó lo de Régimen del 78, aunque no está claro que el historiador certifique el concepto- es un libro de historia, sí; pero también se lee en clave política y de presente.

    Un presente que, al menos en España, otorga como nunca desde hace 40 años carta de naturaleza política principal a la clase trabajadora. Y no solo porque esta ve como los salarios van perdiendo poder de compra frente a una elevada inflación. Sino porque en la izquierda política realmente existente se ha vuelto al laborismo, bien sea en la confusa y vergonzante apelación socialdemócrata a la “clase media trabajadora” o en la variante que quiere relanzar el ecosocialismo en el empeño por sumar todo lo que hay a la izquierda del PSOE. Empeño que solo será posible si lo entiende, o se deja, esa nueva izquierda que irrumpió desdeñando a la clase porque hablaba de casta e identidades y que va camino no de desaparecer, porque la energía solo se transforma, pero sí de la irrelevancia cuando, paradojas de la vida, ha decidido apelar a la lucha de clases.

    En una jornada sobre democracia económica, mercado de trabajo, sindicatos y patronales en perspectiva histórica y comparada celebrada a mediados de octubre en la Universitat Pompeu Fabra, el sociólogo Pere Jódar resumió bien el momento presente: “Desde hace años que no se hablaba de trabajo, sino de relaciones laborales. También se hablaba de género, de democracia o del procés; pero no de trabajo. Ahora, el tema del labour vuelve a estar sobre la mesa, en parte gracias a Yolanda Díaz”. Un regreso de lo material o una recuperada centralidad del trabajo -que “tiene mucha importancia pero poco escaparate”, en palabras de la también socióloga Teresa Torns- que se da, sobre todo, a raíz de la pandemia, del confinamiento y de todas las crisis desatadas estos últimos años: económica, energética, climática, democrática…

    Agravada por la guerra en Europa y el riesgo de estanflación, esta crisis múltiple del capitalismo y la incertidumbre global del momento reclaman ideología, política y análisis socioeconómicos y académicos rigurosos o atrevidos, pero certeros. Aunque -puesto que las ideas no viven sin organización, y porque el auge de la pobreza, del populismo y de la extrema derecha es ya más real que riesgo- no bastan proclamas, teorías ni relatos. Para ganar la hegemonía cultural y conservar la política, la izquierda necesita formación, hechos, acciones y organizaciones fuertes y enraizadas en las personas y el territorio que puedan dar respuesta sostenida -así en el diálogo con instituciones y agentes sociales y económicos como en la calle, mediante movilizaciones- al deterioro de la democracia y de las condiciones materiales y culturales de vida de la gente. Sí: la izquierda debe luchar por mejorar las condiciones materiales y culturales de vida de la gente. Porque con las cosas de comer no se juega; pero con las de leer, tampoco.