Revista Perspectiva | 19 diciembre 2024.

El sindicalismo es esencial para humanizar la inteligencia artificial

    Las respuestas no solo dependen de la pregunta, sino de a quién va dirigida. La cuestión “que levante la mano a quien no le dé miedo el futuro laboral” puede provocar, sin duda, dos respuestas diametralmente diferentes. Por un lado, es probable que las personas que tengan una posición, a priori, social y económica cómoda y estable la eleven sin problema. Sin embargo, por otro lado, si el mismo planteamiento se le hace a la plantilla de una gran fábrica de vehículos de combustión, la proporción seguramente sea más baja. Lo que en realidad les asusta no es el futuro en sí, sino que lo que les aterra es su futuro laboral o, más concretamente, el pago de los créditos que hasta ahora dependían del salario asociado al rendimiento de su trabajo. El futuro del trabajo es, como todo, un debate de clase. Las diferentes experiencias a través de la historia nos señalan claramente el camino: solo puede haber un futuro justo si existe democracia, y esta solo se consigue mediante el equilibrio de las diferentes fuerzas. 

    11/04/2023. Daniel Cruz Fuentes, responsable de Análisis y Transformación Digital de CCOO de Catalunya
    El sindicalismo es esencial para humanizar la inteligencia artificial

    El sindicalismo es esencial para humanizar la inteligencia artificial

    Hoy en día orbitamos alrededor de diversas transiciones que son, principalmente, la ecológica, la energética y la digital. Las tres, además, tienen algo en común, y es que son imparables, revolucionarias y que el impacto se va a producir en todos y cada uno de los ámbitos de nuestra vida. Ni vamos a consumir, ni a producir, ni a vivir de la misma manera que nuestros padres y madres, ni que ninguna generación anterior. Estamos, con toda claridad, ante un punto de inflexión de la historia que supone un cambio de paradigma del que tenemos pocos o ningún precedente. Concretamente, y entrando en materia, el impacto de la Inteligencia Artificial ya es calificado por diversos estudios como el mayor desde la introducción de la electricidad. Aunque todo cambio implica riesgos y oportunidades, de lo que no cabe duda es que el sindicalismo de clase debe garantizar que las personas más vulnerables no sean perjudicadas ni excluidas de las ganancias y, sobre todo, promover que esta transición sea justa y garantice que esta adaptación se haga en beneficio de las trabajadoras y trabajadores. 

    Decir a estas alturas que internet ha cambiado nuestra forma de comunicarnos, informarnos, trabajar o consumir es algo evidente y redundante (tanto como seguir llamando nuevas tecnologías al propio internet). Lo que en estos momentos estamos viviendo es la siguiente fase de este impacto: cómo la implementación de internet zarandea los cimientos sobre los que habíamos construido nuestra sociedad, y que había fraguado en el sacrosanto contrato social. 

    Un cambio generacional 

    Las personas que hemos nacido en la década de los 90 y entramos en la vida adulta en los años 10 del siglo XXI hemos encadenado crisis tras crisis, viendo cómo el pacto social que había garantizado que, mediante el esfuerzo de las clases trabajadoras, los hijos e hijas de estas pudieran estudiar y progresar, definitivamente se rompió. En el año 2009, aunque de una profundidad abismal, la crisis “solo” fue económica. Estructural, transversal y profunda, pero económica, al fin y al cabo. Aunque la siguiente gran crisis, la de la pandemia, aún no se puede analizar con perspectiva, puesto que estamos inmersos en sus consecuencias, el cambio que esta generación está afrontando y que sí pone patas arriba toda la estructura no es otro que la digitalización, el uso de la inteligencia artificial y de los algoritmos; emergencia climática y límite de los recursos naturales, aparte. Esto es, sin lugar a dudas, lo que va a tener más impacto. Veamos por qué. 

    De una forma notablemente mejorable, podemos acordar que el modelo industrial que se popularizó desde el siglo XVIII funcionó con una misma lógica: para incrementar sus beneficios, precisaban de más personal. La organización de las empresas, con el objetivo de optimizar recursos, concentraba la máxima cantidad de recursos (ya sean personas como las herramientas que requería) en un mismo lugar. La relación entre los y las trabajadoras se daba en un mismo espacio y era, por tanto, natural que se relacionaran entre ellas. Del propio hecho de compartir necesidades entre unos y otros, nacen los sindicatos: fuertes, de clase, organizados. Teniendo en cuenta que el modelo de participación sindical de los países del norte de Europa poco se parece a los del sur, y lucha mediante, el equilibrio entre plantilla y empresariado se consiguió y garantizó unas condiciones de trabajo dignas y, también, acordes a la realidad. Sin llegar a haber democracia real en la empresa, se parecía bastante. El cambio radical de modelo organizativo y productivo que surge raíz de la implementación de la digitalización -en el que no se requieren necesariamente más trabajadores para incrementar beneficios, y en el que estos ya no tienen que estar en el mismo lugar de trabajo (ni tan solo en el mismo país)- es algo que la Gran Recesión de 2008 no cambió. 

    Una vez trinchado el modelo anterior, nos encontramos en una encrucijada a medio camino entre dos mundos. Mientras, por un lado, los sindicatos y los comités de empresa tienen unas competencias protegidas tanto por la Constitución como por diversa legislación y jurisprudencia, las empresas no cejan en el intento de omitir sus responsabilidades aprovechando al máximo las ventajas que internet le ofrece, básicamente a través de dos ejes: externalizando hasta el límite a los empleados en plantilla, manteniendo una estructura empresarial enjuta; y, teniendo controlado hasta el mínimo detalle a los que forman parte de esta. Todo lo que el capitalismo de vigilancia les permite. 

    Para entender el presente, como en casi todo, hay que analizar la historia, y sobre procesos tecnológicos no hay nadie que haya aportado más que la economista Carlota Pérez. En su análisis, segmentó los procesos disruptivos tecnológicos en 2 fases: la de instalación y la de despliegue. Durante la primera, la irrupción técnica provoca una destrucción creadora respecto a lo existente, y las normas no avanzan tan rápido, lo que causa un desequilibrio que afecta, en primer lugar y especialmente, cómo no, a las personas vulnerables. La desregulación provoca un aprovechamiento de este nuevo escenario por parte de los innovadores tecnológicos, muchas veces en forma de abuso, que trastoca el sistema. No es hasta la segunda fase que son los propios pioneros quienes piden, porque necesitan, una ordenación del sector que ellos mismos han contribuido a revolucionar. En palabras de Pérez, esta fase es la de despliegue y culmina con la madurez de la tecnología hasta que la innovación vuelve a poner sobre la mesa una novedad rompedora y vuelta a empezar el ciclo. Ya pasó con la revolución industrial inglesa del siglo XVIII, la máquina de vapor a principios del siglo XIX, la del uso del acero, a finales del mismo siglo, la del petróleo a principios del XX y, finalmente, la revolución digital en la que nos encontramos y que empezó en la década de 1970. Sin este largo pero necesario contexto es complicado entender y, sobre todo, afrontar el presente.

    Cambios, riesgos y cómo hacer frente a ellos 

    La profundidad de los cambios que estamos viviendo no se limitan al ámbito productivo, no hablamos de máquinas que son más eficientes, rápidas o seguras que sus predecesoras, sino que hablamos de riesgos tan grandes que pueden aumentar la desigualdad, la brecha social e, incluso, la de género. La regulación de la Inteligencia Artificial (IA) que se está debatiendo estos días a nivel europeo tiene que poner límites muy estrictos a los usos que se pueden llevar a cabo mediante los algoritmos. 

    Sin ir más lejos, ya no se trata de la organización laboral que cada empresa tiene el legítimo interés en que sea lo más productiva posible, sino de impedir que la contratación del personal laboral pase por un filtro de IA haga que determine que aquellos que tienen más afinidad a la afiliación sindical o simplemente tienen tendencia a no resignarse y a reivindicar el cumplimiento de los derechos laborales tengan más dificultad para ser contratados. La tecnología para analizar todos estos parámetros, incluyendo el reconocimiento de emociones y que parece propia de una distopía, ya existe y se ha puesto en práctica en Estados Unidos. Sustituyan “sindicalista” por cualquier otra ideología que el empresario considere una amenaza e imagine las consecuencias. Este es solo un ejemplo que ilustra que el afán extractivista del capitalismo no se limita por ningún código ético, sino que solo lo hace mediante la regulación. 

    La solución a esta deriva no es otra que la organización de los y las trabajadoras. El Acuerdo Marco Europeo sobre Digitalitalización (AMED), un documento que los principales sindicatos y patronales a nivel europeo han pactado, sienta las bases de cuál es el camino y no es otro que la participación activa y decisiva de los comités de empresa en todo el proceso, no limitándose a que este denuncie los casos de discriminación que se detecten después de la implementación del algoritmo en la organización laboral, sino en la fase de diseño y de análisis de riesgo. Esta es la única forma de no temer unas consecuencias que aún nadie puede calcular. ¿Qué sociedad esperamos tener si dejamos en manos de un algoritmo que se basa en datos sesgados el futuro de los trabajadores? Indudablemente, una sociedad más desigual. No podemos permitir que los avances tecnológicos perjudiquen un ápice todos los derechos laborales, sindicales y sociales conseguidos en las últimas décadas. El único modo de defenderlos es mediante la organización colectiva de los trabajadores, de la formación de la personas trabajadoras en el impacto de esta tecnología y en su participación en los diferentes procesos previos a la implementación. 

    La digitalización, el uso de inteligencia artificial y de algoritmos no solo ha llegado para quedarse, sino para revolucionarlo absolutamente todo. Uno de los mayores riesgos que el uso masivo de datos y de la altísima penetración de internet en todos los rincones ha sido la llamada “plataformización” de las empresas, mediante la cual los trabajadores en lugar de ser contratados pasan a ser meros “proveedores de servicio” bajo régimen de falsos autónomos, puesto que la alta demanda de tiempo provoca que solo puedan trabajar para un “cliente”. Aunque los máximos exponentes y desarrolladores de esta práctica han sido las empresas de reparto como Glovo, del transporte como Uber o de limpieza y cuidados como Clintu, en el Reino Unido hay personal de enfermería que ya trabaja en hospitales por horas a demanda, y en toda Europa de las más de 500 empresas de plataforma ofrecen servicios tanto de medicina, de profesores particulares o de absolutamente cualquier otra cosa que se nos ocurra. La Confederación Europea de Sindicatos (CES) calcula que ya son 28 millones de personas en Europa las que las empresas de plataforma les provee su principal ingreso, y se calcula que en el próximo lustro serán 43 millones. Todas ellas son personal laboral sin capacidad de negociar de forma colectiva sus condiciones, y sin que la empresa se haga cargo de ellas cuando enfermen, tengan hijos o cuiden a un familiar enfermo. 

    La individualización de las relaciones laborales es uno de los riesgos más grandes a los que nos enfrentamos, aunque se hable poco. La laboralización de los trabajadores no solo pasa por garantizar derechos laborales básicos, sino por reequilibrar la balanza de poder y que exista en las empresas un poco de aquello que llamamos democracia. Por ello, y sin lugar a dudas, el auge de la inteligencia artificial ha de promover la afiliación sindical.